Page 149 - Doña Bárbara
P. 149

D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   X XI I. .   L Lu uz z   e en n   l la a   c ca av ve er rn na a                              R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

               Pero Marisela no quiso moverse de junto al padre y fue a sentarse en aquel butaque donde tomara asiento Lorenzo la
            tarde de la primera visita de Santos, dejándole a éste la silla que entonces había ocupado, y así, separados por el
            chinchorro donde yacía aquél, permanecieron largo rato en silencio.

               Afuera, la luna brillaba sobre el palmar silencioso que se extendía en torno al rancho, inmóvil en la calma de la
            noche, y más allá se reflejaba en el remanso del tremedal. Era honda y transparente la paz del paisaje lunar; pero los
            corazones estaban atormentados y la sentían abrumadora y siniestra.
               Marisela sollozaba entre ratos, Santos cavilaba, ceñudo y sombrío, repitiéndose mentalmente aquellas palabras de
            Lorenzo la tarde de su primera visita al rancho de La Barquereña:
               «–¡Tú también, Santos Luzardo! ¿Tú también has oído la llamada?»
               Ya Lorenzo había sucumbido, víctima de la devoradora de hombres, que no fue quizá tanto doña Bárbara cuanto la

            tierra implacable, la tierra brava, con su soledad embrutecedora, tremedal donde se había encenagado aquel que fue
            orgullo de los Barqueros, y ya él también había comenzado a hundirse en aquel otro tremedal de la barbarie, que no
            perdona a quienes se arrojan a ella. Ya él también era una víctima de la devoradora de hombres. Lorenzo había
            terminado; ahora comenzaba él.
               «–¡Santos Luzardo! ¡Mírate en mí! ¡Esta tierra no perdona!»

               Y contemplaba el rostro desencajado y cubierto por la pátina terrosa de la muerte, suplantando imaginativamente las
            facciones de Lorenzo por las suyas, y diciéndose:
               –Pronto empezaré a emborracharme para olvidar, y pronto estaré así, con la muerte fea pintada en la cara: la muerte
            del espectro de un hombre, la muerte de un cadáver.
               Y suplantándose así a Lorenzo Barquero le causó sorpresa que Marisela le hablase como a ser viviente.
               –Me han dicho que has estado muy raro en estos días, haciendo cosas que no son propias de ti.
               –Y aún no te han dicho nada. Esta noche he dado muerte a un hombre.
               –¿Tú?... ¡No! No puede ser.

               –¿Qué tiene de raro? Todos los Luzardos han sido homicidas.
               –No es posible –replicó Marisela–. Cuéntame. Cuéntame.
               Y así que Luzardo le hubo referido el mal suceso, tal como se lo representaba su imaginación exaltada, que era cual
            había sucedido, pero mal interpretado a causa de la ofuscación del ánimo, aquélla repitió:
               –¿No ves como no era posible? Si la cosa sucedió como la cuentas, fue Pajarote quien mató al Brujeador. ¿No dices

            que el Brujeador te quedaba a la derecha, cara a cara contigo, y que la herida fue en la sien izquierda? Pues por ese lado
            no podía herirlo sino Pajarote.
               Horas de presencia continua del cuadro ante la imaginación, y de reflexiones obstinadas en la reconstrucción de
            todos los detalles del suceso, no habían bastado para que Santos cayera en cuenta de lo que Marisela había inferido en
            un instante, y así fue que se la quedó mirando con el esperanzado deslumbramiento de quien, perdido en el fondo de
            tenebrosa caverna, ve acercarse la luz salvadora.
               Era la luz que él mismo había encendido en el alma de Marisela, la claridad de la intuición en la inteligencia

            desbastada por él, la centella de la bondad iluminando el juicio para llevar la palabra tranquilizadora al ánimo
            atormentado, la obra –su verdadera obra, porque la suya no podía ser exterminar el mal a sangre y fuego, sino descubrir,
            aquí y allá, las fuentes ocultas de la bondad de su tierra y de su gente–, su obra, inconclusa y abandonada en un
            momento de despecho, que le devolvía el bien recibido, restituyéndolo a la estimación de sí mismo, no porque el hecho
            material de que hubiese sido la bala de Pajarote y no la suya la que diera muerte al Brujeador modificase la situación,
            de un orden puramente ideal, con que su espíritu había reaccionado contra las ofuscaciones de la violencia, sino porque,




                                                           149
   144   145   146   147   148   149   150   151   152   153   154