Page 154 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   X XI II II I. .   L La a   h hi ij ja a   d de e   l lo os s   r rí ío os s                              R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

               Así pensaba doña Bárbara. Ya había entregado las obras que le cerraban el paso y ahora veía despejado el camino.
            Soñaba, como una jovencita ante su primer amor, haciéndose la ilusión de haber nacido a una vida nueva y diferente,
            olvidada de su pasado, cual si éste hubiera desaparecido con el espaldero siniestro de la mano armada y tinta en sangre,

            y con el amante de grosero amor. ¿Cuáles serían sus sentimientos para las cosas que vendrían con aquel mañana? Se
            preparaba para ellas como para un espectáculo maravilloso: el espectáculo de sí misma por un camino diferente del que
            hasta allí había recorrido, de su corazón abierto a las emociones desconocidas, y esta espera ya era luz sobre la región
            de su alma que empezaba a revelársele y por donde discurrían formas serenas, sombras errantes del buen amor frustrado
            de la muchacha que vislumbrara, a través de las palabras de Asdrúbal, un mundo de sentimientos diversos de los que
            reinaban en la piragua de los piratas del río.
               Mas he aquí que en lo mejor de sus desmemoriados fantaseos, una de esas ideas que se deslizan furtivas; una

            impresión, tal vez de una palabra inconscientemente percibida, un minúsculo cuerpo extraño en el engranaje de la
            máquina, altera de pronto su funcionamiento y la hace detenerse. ¿De dónde ha venido esta amargura repentina que le
            ha hecho contraer el ceño involuntariamente, este sabor conocido de olvidados rencores? ¿Por qué le ha asaltado el
            intempestivo recuerdo de un ave que cae encandilada, al apagarse de pronto unas hogueras? Así su corazón,
            deslumbrado ya por las luminosas ilusiones, se le ha quedado repentinamente ciego para el vuelo del sueño ¿No

            bastaba, pues, haber entregado las obras?
               Fue la contemplación del populacho agrupado en la acera de enfrente, y el ir y venir de las señoras y señoritas de la
            ciudad. La admiración ingenua y la curiosidad maliciosa; la ciudad, que quería hacerla recordar la historia que ella se
            empeñaba en olvidar. Parecíale que le hubieran dicho al oído: «Para ser amada por un hombre como Santos Luzardo es
            necesario no tener historia.»
               Y la suya se le vino a la mente, como siempre, por su punto de partida: «Era en una piragua, que surcaba los grandes
            ríos de la selva cauchera...»
               Abandonó el corredor del hotel, y lentamente se fue alejando por los de las vecinas casas de comercio que llegaban

            hasta la ribera del Apure. Una necesidad invencible y obscura la llevaba hacia el paisaje fluvial; la hija de los ríos
            empezaba a sentir la misteriosa atracción.
               Un cielo brumoso cernía sin brillo la luz de la luna sobre las fachadas de las casas ribereñas, sobre los techos de
            palma de los ranchos esparcidos más allá, sobre el monte de las costas, sobre la quieta superficie del turbio Apure,
            cuyas aguas, en máxima bajante por efecto de la sequía, habían dejado al descubierto anchas playas arenosas. En la de

            la margen derecha, al pie del malecón, estaban varados desde la creciente anterior una lancha y un alijo, y en la orilla
            flotaban, amarrados a estacas: la balsa del paso construida sobre canoas, unas piraguas negras, cargadas de leña y de
            plátanos, y un bongo en lastre, recién barnizado de blanco, sobre cuya paneta dormía un muchacho extendido boca
            arriba.
               Ya se habían retirado a sus casas los hombres que habían estado bebiendo y charlando bajo los árboles de la ribera,
            frente a los botiquines, y los dependientes de éstos recogían las sillas y las mesas, y cerraban las puertas, apagando así
            los reflejos de las lámparas sobre el río.

               Doña Bárbara comenzó a pasearse por la avenida solitaria.
               En la balsa conversaban los bogas de las piraguas con los palanqueros del bongo, y su charla es algo tan lento como
            la corriente del río por la horizontalidad de la tierra, como la marcha de la noche soñolienta de brumas, como los pasos
            de doña Bárbara, sombra errante y silenciosa a lo largo del ribazo.
               La costa de monte, quieta y obscura bajo la noche serena; el río, que viene de arriba, desde las remotas montañas,
            deslizándose en silencio; el graznido de un chicuaco que se acerca volando sobre el agua dormida, y la conversación de

            los bogas con los palanqueros: cosas terribles que han sucedido en los ríos que atraviesan los llanos.

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