Page 157 - Doña Bárbara
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X XV V. . T TO OD DA A H HO OR RI IZ ZO ON NT TE ES S, , T TO OD DA A C CA AM MI IN NO OS S. .. .. .
Aquella noche no estuvo la luz encendida en el cuarto de las entrevistas con «el Socio», pero cuando doña Bárbara
salió al patio, Juan Primito y los dos peones que la habían escoltado en el viaje a San Fernando –aquellos que habían
dado muerte a Balbino, los únicos todavía fieles– no la conocieron. Había envejecido en una noche, tenía la faz cavada
por las huellas del insomnio, pero mostraba también, impresa en el rostro y en la mirada, la calma trágica de las
determinaciones supremas.
–Aquí tienen lo que les debo –díjole a los servidores, pendientes de sus palabras, poniéndoles en las manos unas
monedas–. Lo que sobre es para mientras no encuentren trabajo. Ya aquí no hay nada que hacer. Pueden irse. Tú, Juan
Primita, llévale esta carta al doctor Luzardo. Y no vuelvas por aquí. Quédate allá si te lo permiten.
Horas más tarde, mister Danger la vio pasar, Lambedero abajo. La saludó a distancia, pero no obtuvo respuesta. Iba
absorta, fija hacia adelante la vista, al paso sosegado de su bestia, las bridas flojas entre las manos abandonadas sobre
las piernas.
Tierras áridas, quebradas por barrancas y surcadas de terroneras. Reses flacas, de miradas mustias, lamían aquí y
allá, en una obsesión impresionante, los taludes y peladeros del triste paraje. Blanqueaban al sol las osamentas de las
que ya habían sucumbido, víctimas de la tierra salitrosa que las enviciaba hasta hacerlas morir de hambre, olvidadas del
pasto, y grandes bandadas de zamuros se cernían sobre la pestilencia de la carroña.
Doña Bárbara se detuvo a contemplar la porfiada aberración del ganado, y con pensamientos de sí misma
materializados en sensación, sintió en la sequedad saburrosa de su lengua, ardida de fiebre y de sed, la aspereza y la
amargura de aquella tierra que lamían las obstinadas lenguas bestiales. Así ella en su empeñoso afán de saborearle
dulzuras a aquel amor que la consumía.
Luego, haciendo un esfuerzo por librarse de la fascinación que aquellos sitios y aquel espectáculo ejercían sobre su
espíritu, espoleó el caballo y prosiguió su errar sombrío.
Algo extraño sucedía en el tremedal, donde de ordinario reinaba un silencio de muerte. Numerosas bandadas de
patos, cotúas, garzas y otras aves acuáticas de variados colores volaban describiendo círculos atormentados en torno a la
charca y lanzando gritos de un pánico impresionante. Por momentos, las de más remontado vuelo desaparecían detrás
del palmar, las otras bajaban a posarse en las orillas del trágico remanso, y al restablecerse el silencio, daba la impresión
de una pausa angustiosa; pero en seguida, reemprendiendo unas el vuelo, y reapareciendo las otras, volvían a girar en
torno al centro de su bestial terror.
No obstante el profundo ensimismamiento en que iba sumida, doña Bárbara refrenó de pronto la bestia: una res
joven se debatía bramando al borde del tremedal apresada por el belfo por una culebra de aguas cuya cabeza apenas
sobresalía del pantano.
Rígidos los remos temblorosos, hundidas las pezuñas en la blanda tierra de la ribera, contraído el cuello por el
esfuerzo desesperado, blancos de terror los ojos, el animal cautivo agotaba su vigor contra la formidable contracción de
los anillos de la serpiente y se bañaba en sudor mortal.
–Ya ésa no se escapa –murmuró doña Bárbara–. Hoy come el tremedal.
Por fin la culebra comenzó a distenderse sacando el robusto cuerpo fuera del agua, y la novilla empezó a retroceder
batallando por desprendérsela del belfo, pero luego aquélla volvió a contraerse lentamente, y la víctima, ya extenuada,
cedió y se dejó arrastrar, y empezó a hundirse en el tremedal lanzando horribles bramidos y desapareció dentro del agua
pútrida, que se cerró sobre ella con un chasquido de lengua golosa.
Las aves, aterrorizadas, volaban y gritaban sin cesar. Doña Bárbara permaneció impasible. Huyeron definitivamente
aquéllas, volvió a reinar el silencio, y el tremedal agitado recuperó su habitual calma trágica. Apenas una leve
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