Page 155 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   X XI IV V. .   L La a   e es st tr re el ll la a   e en n   l la a   m mi ir ra a                              R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

               Esto, cuando doña Bárbara viene, lenta, bajo la tenue sombra azul que proyectan los árboles. Y esto mismo cuando
            se revuelve: la costa de monte, la noche callada, el río que se desliza sin ruido hacia otro río lejano, el graznido del
            pájaro insomne que ya se ha perdido de vista, y la charla soñolienta de los palanqueros con los bogas: cosas graves que

            han acontecido en las tierras bárbaras de los anchos y misteriosos ríos...
               Doña Bárbara no mira ni escucha nada más, porque para su conciencia y a no existe la ciudad que duerme sobre la
            margen derecha; sólo atiende a lo que, de pronto, se le ha adueñado del alma: la fascinación del paisaje fluvial, la
            intempestiva atracción de los misteriosos ríos donde comenzó su historia... ¡El amarillo Orinoco, el rojo Atabapo, el
            negro Guainía!...
               Medianoche por filo. Cantan los gallos, ladran los perros de la población. Luego se restablece el silencio, y se oyen
            volar las lechuzas. Ya no se habla en la balsa. Pero el río se ha puesto a cuchichear con las negras piraguas.

               Doña Bárbara se detiene y escucha:
               –Las cosas vuelven al lugar de donde salieron.

                                                X XI IV V. .   L LA A   E ES ST TR RE EL LL LA A   E EN N   L LA A   M MI IR RA A

               Era la decadencia que ya había comenzado. La mujer indomable que ante nada se había detenido, se encontraba
            ahora en presencia de algo contra lo cual no sabía luchar. El tortuoso designio de Rincón Hondo ya había sido tirar
            zarpazos a ciegas, y el impulso que la movió a hacer recaer sobre Balbino Paiba la muerte del Brujeador fue el punto de
            partida de la capitulación definitiva.

               Presentía el fracaso de las esperanzas puestas en la entrega de sus obras, y el fatalismo del indio que llevaba en la
            sangre la hacia mirar ya, a pesar suyo, hacia los caminos de renunciación. Las evocaciones del pasado, de su infancia
            salvaje sobre los grandes ríos de la selva, fueron formas veladas de una idea nueva en ella: la retirada.
               No obstante, sobreponiéndose al momentáneo desaliento, decidió emprender el regreso al hato, con la carta en la
            cual el comerciante a quien le entregó las plumas en nombre de Santos Luzardo, le participaba a éste haberlas recibido y

            cotizado al precio del día, más alto que el que tenía la especie cuando Carmelito la hubiera entregado, y con la escritura,
            redactada por su abogado, de la venta simulada que iba a proponerle, una vez más, a Luzardo, de las tierras altamireñas
            que le arrebató en pleitos de mala ley. Cifraba en estos papeles las últimas esperanzas que le quedaban, aunque eran
            esperanzas sin forma determinada, pues ya no aspiraba al amor que a tanto la moviera. De un momento a otro, ante el
            paisaje fluvial, la imagen de Santos se había confundido en su mente con aquella borrosa, que conservaba de Asdrúbal,
            y tan lejano como a éste veía ahora a aquél, sombra que se alejaba desvaneciéndose en la luz incierta de un mundo
            irreal.
               Pero quería llevar a cabo lo que se había propuesto. Lo necesitaba, imperiosamente, porque un propósito trunco en

            aquellos momentos sería el golpe de gracia para su razón de existir, ya vacilante.
               Comenzaba a reinar la sequía. Ya era tiempo de picar los rebaños que ignoraban el camino de los bebederos o lo
            olvidaban en el tormento de la sed. Cangilones de caños ya enjutos atravesaban aquí y allá los pardos gamelotes, y a los
            rayos ardientes del sol, bajo las costras blanquecinas de las terroneras, las pútridas ciénagas eran como úlceras
            pestilentes que se cicatrizaban sin curarse. En algunas quedaba todavía un agua caliente y espesa, dentro de la cual se

            pudrían reses que, enloquecidas por la sed, se habían precipitado a lo más hondo del bebedero, y allí, ahítas, infladas de
            tanto beber, se atascaron y sucumbieron. Grandes bandadas de zamuros, ávidos de carroña, revoloteaban sobre aquellas
            charcas. ¡La muerte es un péndulo que se mueve sobre la llanura, de la inundación a la sequía, y de la sequía a la
            inundación!





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