Page 156 - Doña Bárbara
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Crujían los chaparrales retostados, reverberaba la sabana dentro del anillo de espejismos que daban la ilusión de
remansos azules, aguas desesperadas para el sediento que marchara hacia ellas, siempre a la misma distancia, en el
ruedo del horizonte. Doña Bárbara cabalgaba, a marchas forzadas hacia el espejismo del amor imposible.
Llegada al hato, donde a pesar de las fatigas del viaje y aunque ya se aproximaba la noche, no se detendría sino los
momentos necesarios para cambiar la bestia cansada, mudarse y adecentarse para la entrevista con Luzardo, que la
impaciencia no le permitía aplazar para el día siguiente, vio que los caneyes estaban desiertos, cerrada la cocina y
vacíos los corrales. Sólo Juan Primito andaba por allí.
–¿Qué pasa aquí? –preguntó–. ¿Qué se ha hecho de la gente?
–Se escabulleron todos –respondió el bobo, sin atreverse a acercársele, temeroso del arrebato de cólera que sus
palabras iban a provocar–. Dijeron que no querían servirle más a usted, porque ya usted y que no es la misma de antes,
y el día menos pensado los iba a ir entregando, atados codo con codo.
Relampaguearon las miradas coléricas de la mujerona, y Juan Primito se apresuró a dar las otras noticias:
–¿Sabe que se murió don Lorenzo?
–Ya era tiempo. Mucho había durado. ¿Y ella? ¿Dónde está?
–¿La niña Marisela? Otra vuelta en Altamira. Se la llevó el doctor para su casa, y según he oído decir, se va a casar
con ella en estos mismos días.
Reapareció por completo en doña Bárbara la mujerona de los ímpetus avasalladores y, sin decir una palabra, con un
arrebato preñado de intenciones siniestras, volvió a montar a caballo y se encaminó a Altamira.
Juan Primito se quedó haciéndose cruces, y luego, asaltado por su manía, corrió en busca de las cazuelas donde
acostumbraba ponerles de beber a los rebullones. Entretanto, al galope con que la bestia despeada, sacando fuerzas de
flaquezas, respondía al sanguinario apremio de los acicates, doña Bárbara, desvariando, también, monologaba en alta
voz:
–¿Quiere decir que he perdido el tiempo al entregar mis obras? Pues las recojo otra vez, y con ellas, ¡hasta la tumba!
Pero veremos quién triunfa. Todavía no ha nacido quien pueda arrebatarme lo que ya he dicho que me pertenecerá.
¡Primero muerta que derrotada!
Así llegó hasta las fundaciones de Altamira. Al favor de la obscuridad de la noche se acercó a la casa, y por la puerta
que daba al corredor delantero vio a Luzardo sentado a la mesa con Marisela.
Ya habían concluido de comer; él hablaba y ella escuchaba, mirándolo embelesada, los codos sobre la mesa, las
mejillas entre las manos.
Doña Bárbara avanzó hasta el alcance de un tiro de revólver. Detuvo el caballo. Despacio y con fruición asesina,
sacó el arma de la cañonera de la montura y apuntó al pecho de la hija, que hacía blanco a la luz de la lámpara.
De pura luz de estrellas era la chispa que brillaba en la mira, entre la tiniebla alevosa, ayudando al ojo torvo a buscar
el corazón de Marisela; mas, como si en aquel diminuto destello gravitara todo el peso del astro de donde irradiaba, el
arma bajó sin haber disparado, y lentamente volvió a la cañonera de la montura. Puesto el ojo en la mira que apuntaba al
corazón de la muchacha embelesada, doña Bárbara se había visto de pronto a sí misma bañada en el resplandor de una
hoguera que ardía en una playa desierta y salvaje, pendiente de las palabras de Asdrúbal, y el doloroso recuerdo le
amansó la fiereza.
Se quedó contemplando largo rato a la hija feliz, y aquella ansia de formas nuevas que tanto la había atormentado
tomó cuerpo en una emoción maternal, desconocida para su corazón.
–Es tuyo. Que te haga feliz.
¡Por fin el amor de Asdrúbal, pura sombra errante a través del alma tenebrosa, se reposaba en un sentimiento noble!
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