Page 126 - Doña Bárbara
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Mujiquita leyó:
«–El cadáver presentaba síntomas de descomposición avanzada.»
–¿Síntomas? –interrumpió Ño Pernalete–. Si estaba podrido de bola... Usted siempre está poniéndole versos a todo
para enredarlo más. Bueno. Siga leyendo.
«–Ya no se pudieron apreciar heridas ni contusiones.»
–¡No le digo! –Y Ño Pernalete se quitó y se volvió a poner el sombrero y aceleró sus pasos, dando bufidos–. ¿No se
le pudieron apreciar? ¿Y para qué fue usted, entonces, sino para apreciar lo que hubiere? ¿Cómo sale ahora con que no
se pudo?
–General –balbuceó Mujiquita–. Acuérdese de que usted me dijo... Pero el jefe no le dejó concluir:
–No me venga ahora con que usted dijo. ¿Qué necesidad tiene usted de que le digan lo que debe hacer en el
cumplimiento de su obligación? Para eso se le paga un sueldo. ¿O es que usted pretende que yo le haga el trabajo que le
corresponde como juez? Para que después venga el doctorcito ese a hablarme de jurisdicciones. ¿No leyó usted el oficio
que le dirigí en días pasados al presidente del Estado? Muy claras están expuestas en ese oficio las reglas de mi
conducta como funcionario, porque en mis escritos yo no ando con zoquetadas de palabras bonitas, pero digo las cosas
claras. Y que después de haber recibido ese papel mío vaya a saber el presidente que hemos querido echarle tierra al
muerto del Totumo, sin haber averiguado bien si el hombre se murió porque se murió o porque lo asesinaron para
robarlo... ¡A ver! Eche acá el sumario ese.
Se lo arrebató de las manos y comenzó a leer, acompañando el trabajo de los ojos con movimientos de deglución, y
Mujiquita, que de todo aquello coligió que Ño Pernalete estaba «tendiéndose un puente», se animó a advertirle:
–Fíjese, general, en que ahí no dice que haya sido muerte natural.
Mas, en esto de abandonar una opinión que hubiese sustentado, Ño Pernalete era como las bestias, que luego de
derribar al jinete lo cocean en el suelo, y al oír mencionar la explicación que hasta allí había hecho prevalecer, se
revolvió contra Mujiquita:
–¿Cómo iba a decirlo? ¿Acaso puede usted asegurar que el hombre no fue asesinado? ¿Ni qué tiene que meterse en
esos particulares un juez de instrucción, que no está obligado sino a poner en el sumario lo que vio con sus propios
ojos? ¿O es que usted se ha metido a dar opiniones sobre la causa de la muerte?
–En absoluto, general.
–Entonces, pues, ¿a qué viene todo este embrollo? Si usted hizo lo suyo bien hecho, quédese tranquilo. Ya le dije
también a su amigo el doctorcito que se fuera tranquilo, porque la justicia se cumpliría. Váyase allá, usted debe de saber
dónde se ha alojado, y como cosa suya, repítale eso, que la justicia se cumplirá, porque yo me estoy ocupando del
asunto. Así él se irá tranquilo para su casa y no nos jeringará más la paciencia.
–Si usted quiere, general, puedo también preguntarle cuáles son las personas de quien sospecha –propuso Mujiquita.
–¡No, señor! Haga lo que le digo y nada más.
–Como cosa mía, decía yo.
–¿Hasta cuándo será usted pendejo, Mujiquita? ¿No se le ocurre que si nos ponemos a jeringar, nos vamos a
encontrar con la mano de doña Bárbara?
–Yo decía por lo de la circular del presidente –balbuceó Mujiquita.
–¿No le digo? A usted lo van a enterrar con urna blanca, Mujiquita, de puro inocente. ¿No sabe usted que a El
Miedo no llegan circulares, porque el presidente del Estado es amigo de doña Bárbara? Le debe favores que no se
olvidan: un muchacho que le salvó de la muerte con unas hierbas, de las que ella conoce, y otras cosas más, que no son
hierbas propiamente. Ande a hacer lo que le mando. Vaya a darle un caldo de substancia a su amigo, para que se largue
tranquilo para su casa mientras aquí brujuleamos la cosa.
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