Page 124 - Doña Bárbara
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Como dijo Mujiquita, no le había agradado que Santos hubiese acudido al juez y no a él, con la agravante de venir a
suministrar datos que desvirtuaran la cómoda presunción de muerte natural a que él se había acogido, cosas que, si a
nadie solía tolerárselas, quien no podía concebir la autoridad sino a la manera despótica como la entiende el bárbaro,
mucho menos se las toleraría a quien ya se había atrevido a invocar contra sus desmanes el imperio de la ley.
Entró en el juzgado con el sombrero puesto y ambas manos ocupadas: en la izquierda, el tabaco, que se le había
apagado; en la derecha, la caja de fósforos. Además, portaba bajo el brazo izquierdo aquella espada con vaina de cuero
que siempre llevaba consigo sin necesidad ni razón.
No se dignó saludar a Luzardo y se acercó a la mesa, puso sobre ella su machete, y mientras raspaba el fósforo y lo
aplicaba al tabaco, dijo:
–Ya le he dicho, Mujiquita, que a mí no me gusta que se me atraviesen en mis asuntos. En ese que trae entre manos
el señor, estoy trabajando yo y sé lo que debo hacer.
–Permítame que le observe que este asunto ya es de la jurisdicción del Poder Judicial –manifestó Santos Luzardo,
haciendo todo lo contrario de lo que le aconsejara Mujiquita, pues nombrarle a Ño Pernalete jurisdicción que no fuera
suya equivalía a declararle la guerra.
–Sin embargo, Santos –intervino el juez, tartamudeando casi–, tú sabes que...
Pero Ño Pernalete no necesitaba ayudas.
–Sí. Algo de eso como que he oído mentar por ahí –replicó socarronamente entre una y otra chupetada al tabaco–.
Pero lo que yo he visto siempre es que donde se meten un juez y un abogado, si uno los deja de su cuenta, lo que antes
estaba claro se pone turbio, y lo que iba a durar un día no se acaba en un año. Por eso yo, cuando se presenta por aquí
un litigio, como dicen ustedes, porque yo los llamo tejemanejes, me informo por la calle quién es el que tiene razón, y
me vengo aquí y le digo al señor: «Bachiller Mujica, quien tiene la razón es fulano. Sentencie ahora mismo en favor
suyo.»
Y al decir así, descargó el peso de su dictatorial machete sobre el escritorio del juez, de donde lo había tomado
previamente para reproducir con todos sus detalles la escena que refería.
Perdiendo por momentos el dominio de sí mismo, Santos repuso:
–Aunque yo no he venido a litigar, sino a pedir que se cumpla la justicia, me interesaría saber cómo la llama usted
cuando de ese modo la trata.
–A eso llamo yo poner los puntos sobre las haches –respondió Ño Pernalete, que en el fondo era un guasón–. ¿Usted
no conoce el cuento? Se lo voy a echar, porque es cortito. Era uno de esos hombres a quienes llaman brutos, pero que
tenía el tonto muy lejos. No conocía la ortografía y no decía halar, sino jalar, ni hediondo, sino jediondo, y cuando su
secretario –porque era jefe el hombre y tenía su secretario– le ponía con hache una de esas palabras que a él no le
sonaban sino con jota, le decía: «Está bueno, pero. , ¡póngale un punto a esa hache!»
A lo cual replicó Santos, mientras Mujiquita le reía la ocurrencia al general.
–Si esa es la ortografía que se usa por aquí, he perdido mi tiempo al venir a impetrar justicia. Se enriscó más Ño
Pernalete.
–Se le hará –díjole en un tono que más bien parecía de amenazas.
Déspota por naturaleza, pero taimado al mismo tiempo, si Ño Pernalete no aceptaba que se rebatiesen sus opiniones
o procedimientos, también era cierto que si encontraba convincentes las razones contrarias, en seguida buscaba la
manera de adoptarlas, cuando algún interés tuviera en ello, pero siempre dejando entender que ya se le habían ocurrido,
y presentándolas bajo la originalísima forma que tenían las suyas. En el caso en cuestión, y por aquello de la circular del
presidente, su interés le aconsejaba desistir de la presunción de muerte natural, que hasta allí había hecho prevalecer, y
de aquí que en seguida agregara, pero con el mismo tono insolente:
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