Page 119 - Doña Bárbara
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Ya estaba empadronándose la quesera. Todavía el ganado iba por pique a los corrales, pero cada día era más
numeroso el rebaño que se dejaba arrear, y ya las vacas atendían a sus nombres y la bravura no les escondía la leche en
las ubres.
Con el primer menudeo de los gallos comenzaba el ordeño. Jesusito se apostaba friolento en la puerta del corral de
los becerros, y los ordeñadores entraban en el de las vacas, rejo y carnaza en mano y con la copla ya pronta en los
labios:
Lucerito e la mañana
préstame tu claridad
para alumbrarle los pasos
a mi amante que se va
Y el becerrero, con su voz niña en el aire tierno:
–¡Claridad, Claridad, Claridad!
Bramaba la vaca del nombre mentado, acudía al reclamo materno el becerro, metiendo la cabeza por entre las
trancas de la puerta, las corría el muchacho para dejarlo pasar y comenzaba el apoyo, a golosas trompadas contra la ubre
que escondía la leche, mientras el ordeñador, pasándole la mano a la vaca, le iba diciendo:
–Ponte, Claridad, ponte –reclama el ordeñador.
Y cuando ya la ubre se hinchaba, enrejado el becerro a la pata de la madre, mientras ésta lo acariciaba lamiéndolo,
comenzaba el ordeño hasta llenar las carnazas.
Y otra copla:
El que bebe agua en tapara
y se casa en tierra ajena
no sabe si el agua es clara
ni si la mujer es buena
Y el becerrero, guiándose por el consonante:
–Azucena, Azucena.
Y otra vaca que acudía a ponerse.
La fría madrugada, olor de boñiga y cantar de ordeño dentro del vasto silencio de la sabana, a medida que el aire se
movía y el alba empezaba a rayar, se iba poblando de olores y rumores diversos: aroma de los mastrantales enternecidos
por el relente, perfume de los paraguatanes floridos, áspero canto del carrao en el monte de las orillas del caño, lejano
clarín de un gallo, trino de los turpiales y de las paraulatas.
Y en la tarde, la vuelta de los rebaños a los corrales. Vienen con los tendidos rayos del sol sobre la sabana y con el
canto de los pastores. Traen las ubres repletas, y en el tranquero de la corraleja, donde se agolpan los becerros, hay
tiernos belfos ansiosos. Remigio mira las ubres y calcula las arrobas de queso; Jesusito, sobre el tranquero, contempla la
sabana y escucha las tonadas. Cantares de notas largas, música de tierras anchas y solas...
Pero un día se presentó Remigio en Altamira. Llegó sombrío y se sentó en silencio.
–¿Qué lo trae por aquí, viejo? –preguntóle Santos.
Y el quesero respondió con palabras lentas y graves:
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