Page 118 - Doña Bárbara
P. 118

D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   I II I. .   L La as s   t to ol lv va an ne er ra as s                                  R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

               –Bueno. Se acabó el regaño. Levanta esa cabeza. Anímate. En lo único en que verdaderamente has hecho mal ha
            sido en darle crédito a supercherías tan burdas y grotescas– Ningún daño me podía sobrevenir por causa de ese pedazo
            de cabuya que traes ahí. Por lo demás, te has portado noble y valientemente, y tengo que estarte agradecido. Si así

            defiendes la medida de mi estatura, ¡cómo defenderías mi vida si la vieras en peligro!
               Pero ella permaneció cabizbaja y silenciosa, porque en El Miedo había adquirido una experiencia que desvanecía el
            encanto sobre el cual estaba construida su vida.
               Primero, en la inconsciencia de la cerrilidad, negrura del alma sepultada, y luego, en el deslumbramiento de la nueva
            forma de existencia y de la posesión de aquel amor, que bien podía ser la pasión sin nombre, pues se apoyaba en un
            punto de equilibrio entre la realidad y el sueño; nunca se había detenido a reflexionar en lo que significaba ser hija de la
            Dañera. Si tenía que referirse a ella, cosa que muy raras veces le ocurría, la nombraba, simplemente, «ella», y esta

            palabra no despertaba en su corazón ni amor, ni odio, ni vergüenza. Fue al proponerle a Pajarote que la acompañara,
            cuando por primera vez la llamó madre, y tuvo que hacer un esfuerzo para que sus labios emitieran el vocablo desusado
            y desnudo de todo sentimiento, como si careciese de sentido.
               En cambio, ahora ha adquirido uno atroz, y a cada momento se le viene a la boca. Lo acompaña un gesto instintivo
            de repulsión. Es el alma incontaminada –pero que ya no es como la naturaleza, que no sabe ni de bien ni de mal–, que

            rechaza violentamente todo lo que hay de monstruoso en ser hija de la embrujadora de hombres, que, para colmo, estaba
            enamorada de aquel a quien ella amaba.
               Poco a poco, y a fuerza de estar siempre presente en el pensamiento sin mancilla, la idea odiosa fue cubriéndose de
            sentimientos compasivos. ¿Acaso no fue también víctima su madre? Pero, de todos modos, el encanto se había
            desvanecido; el punto de equilibrio ya no existía. Ahora no era el sueño, sino la cruel e implacable realidad.
               Entretanto, también Santos andaba abismado en reflexiones, y al cabo de ellas le dijo un día:
               –Tenemos que hablar formalmente, Marisela.
               Ella creyó que iba a decirle lo que antes había deseado escuchar y se apresuró a interrumpirlo, tuteándolo –ya podía

            hacerlo sin ruborizarse:
               –¡Qué casualidad! Yo también tenía que hablar contigo. Estoy muy agradecida por todo lo que has hecho por
            nosotros, pero ya papá desea volverse al palmar..., y yo también quiero que me dejes ir.
               Santos la miró un rato en silencio y luego replicó sonriente:
               –¿Y si no te dejo?

               –De todos modos me iré.
               Y rompió a llorar. Santos comprendió, y tomándole las manos:
               –Ven acá –díjole–. Háblame con franqueza. ¿Qué te sucede?
               –¡Que soy hija de la Dañera!
               La protesta, justa, pero exenta de piedad, prodújole a Santos el disgusto que le causaban las negaciones de la ternura
            en el corazón de Marisela, y maquinalmente le soltó las manos. Ella corrió a meterse en su cuarto y se encerró bajo
            llave.

               Y fue inútil que él llamara a aquella puerta para concluir la conversación interrumpida, ni que procurara reanudarla
            más tarde, pues ella no volvió a salir de su encierro mientras él estaba en la casa.
               Incluso que la amaba, nada podía ya decirle Santos que no fuera tardía compensación de la injusticia del destino,
            que la había engendrado en el vientre maldito de la embrujadora de hombres.
               Mientras tanto, fuera de la casa, también las tolvaneras se estaban llevando las esperanzas puestas en las cosas
            materiales.




                                                           118
   113   114   115   116   117   118   119   120   121   122   123