Page 113 - Doña Bárbara
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–¡Bruja!
Tal como dos masas que chocan, saltan en el encontronazo y caen luego desmoronadas, confundiendo sus
fragmentos, así sucedió en el corazón de doña Bárbara cuando en los labios de la hija estalló el epíteto infame, que
nadie fuera osado a pronunciar en su presencia. El hábito del mal y el ansia del bien, lo que ella era y lo que anhelaba
ser para que pudiese amarla Santos Luzardo, chocaron, se encresparon y se confundieron, deshechos, en una masa
informe de sentimientos elementales.
Entretanto, Marisela se había precipitado a la repisa y echado al suelo de una sola manotada toda la horrible mezcla
que allí campaba: imágenes piadosas, fetiches y amuletos de los indios, la lamparilla que ardía ante la estampa del Gran
Poder de Dios y la vela de la alumbradora, mientras con una voz ronca, de indignación y de llanto contenido, rugía:
–¡Bruja! ¡Bruja!
Enfurecida, rugiente, doña Bárbara se le arrojó encima, le sujetó los brazos y trató de arrebatarle la cuerda.
La muchacha se defendió, debatiéndose bajo la presión de aquellas manos hombrunas que ya le desgarraban la
blusa, desnudándole el pecho virginal, para apoderarse de la cuerda que había ocultado en el regazo, cuando una voz
reposada y enérgica ordenó:
–¡Déjela!
Era Santos Luzardo, que acababa de aparecer en el umbral de la puerta.
Obedeció doña Bárbara y con un sobrehumano esfuerzo de disimulación trató de transformar en afable su faz
siniestra; pero en vez de una sonrisa apareció en su rostro una mueca fea y triste de propósito fallido.
*
Y fue tan profundo el trastorno de su espíritu, que ni aun con «el Socio» pudo entenderse aquella noche.
Ya había recogido del suelo y vuelto a colocar sobre la repisa las imágenes piadosas y los groseros fetiches y
amuletos que derribó la manotada de Marisela; otra vez ardía la lamparilla votiva, aunque con un chisporroteo continuo,
de aceite y agua mezclados en la mecha, y una llama vacilante, sin que dentro del cuarto, herméticamente cerrado, se
moviera ni el más leve soplo de aire, y ya por varias veces había formulado el conjuro a que tan obediente se mostraba
siempre el demonio familiar; pero éste no acudía a presentársele, porque, como en la mecha de la lamparilla, también
había inconciliables cosas mezcladas en el pensamiento que lo invocaba.
–¡Calma! –se recomendó mentalmente–. Calma.
Y en seguida la impresión de haber oído una frase que ella no había llegado a pronunciar:
–Las cosas vuelven al lugar de donde salieron.
Eran las palabras que había pensado decirse para apaciguar su excitación; pero «el Socio» se las arrebató de los
labios y las pronunció con esa entonación familiar y extraña a la vez que tiene la propia voz devuelta por el eco.
Doña Bárbara levantó la mirada y advirtió que en el sitio que hasta allí ocupara su sombra, proyectada en la pared
por la luz temblorosa de la lamparilla, estaba ahora la negra silueta del «Socio». Como de costumbre, no pudo
distinguirle el rostro, pero se lo sintió contraído por aquella mueca fea y triste de sonrisa frustrada.
Convencida de haberlas percibido como emanadas de aquel fantasma, volvió a formular, ahora interrogativamente,
las mismas palabras que, de tranquilizadoras cuando ella las pensó, se habían trocado en cabalísticas al ser pronunciadas
por aquél.
Luego, ¿debía desistir de aquellos sentimientos que se trajo de Mata Oscura, sentimientos postizos que nunca
llegarían a ser verdaderamente suyos, y en vez de procurar conquistarse el amor de Santos Luzardo sólo por artes lícitas
de mujer enamorada, apoderarse de su albedrío, como se apoderó del de Lorenzo Barquero, o suprimirlo a mano
armada, como había hecho con todos los hombres que se atrevieron a oponerse a sus designios?
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