Page 115 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   I I. .   E El l   e es sp pa an nt to o   d de e   l la a   s sa ab ba an na a                              R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

                                                      T TE ER RC CE ER RA A   P PA AR RT TE E
                                                 I I. .   E EL L   E ES SP PA AN NT TO O   D DE E   L LA A   S SA AB BA AN NA A

               A Melquíades podían tenerlo trabajando todo el año sin paga, siempre que fuera en hacerle daño a alguien; pero en
            cualquiera otra actividad, por bien recompensada que fuese, se aburría muy pronto. La más inocente de las ocupaciones
            a que lo destinaba doña Bárbara era la de trasnochar caballos.

               Consistía esto en sorprender las yeguas dormidas al raso de la sabana y perseguirlas durante la noche, y a veces
            durante días y noches consecutivos, de manera que se encaminasen hacia un corral falso, disimulado al efecto entre el
            monte. De su condición de brujo y por haber sido él quien introdujo en la región este procedimiento que simplificaba las
            faenas de la caza de mostrencos, decíase de este oficio, indiferentemente, trasnochar o brujear caballos.
               Con este trabajo nocturno era además muy fácil sacar los hatajos del fundo ajeno sin riesgo de ser descubierto.
               Los de Altamira descansaban de la persecución del Brujeador desde la llegada de Luzardo, a causa de la tregua que

            doña Bárbara juzgó conveniente a sus planes de seducción, y ya Melquíades, en vista de lo mucho que se prolongaba
            esta paz, en la cual se enmohecía, estaba pensando en irse de El Miedo, cuando Balbino le comunicó la orden de
            ponerse de nuevo en actividad.
               –La señora le manda decir que se prepare para que salga a trabajar esta misma noche. Que en la sabana de Rincón
            Hondo va a encontrar un buen hatajo.
               –¿Y ella viene de por esos lados? –preguntó Melquíades, quien nunca recibía de buen grado órdenes que le
            transmitiera Balbino.

               –No. Pero usted sabe que ella no necesita ver las cosas con los ojos para saber dónde están.
               Era él mismo quien había visto hacía poco el hatajo a que se refería; pero dio aquella explicación porque así
            procedían siempre los mayordomos de doña Bárbara, a fin de que no decayese un momento en el ánimo de los
            servidores la creencia en sus facultades de bruja.
               Mas, en materia de brujería, a Melquíades no podían «irle con cuentos, porque él conocía la historia». No negaba

            que la señora fuese hábil en algo de todo aquello que le atribuían, pero de ahí a que Balbino lo confundiera con Juan
            Primito había alguna distancia. Ni necesitaba tampoco creer en aquellos poderes para servirle fielmente, porque él tenía
            el alma del espaldero genuino, que no es un hombre cualquiera, sino uno muy especial, en quien tienen que encontrarse
            reunidas dos condiciones que parecen excluirse: inconciencia absoluta y lealtad a toda prueba. Así le servia a doña
            Bárbara, no sólo para aquello de brujear caballos, oficio que podía desempeñar otro cualquiera, sino para cosas más
            graves, y sirviéndole así no lo animaba, propiamente, la idea de lucro, porque la espaldaría no es un trabajo, sino una
            función natural.
               Balbino Paiba, en cambio, podría ser todo menos esto, pues no pensaba sino en sacar provecho, y era traidor por

            naturaleza. Otra clase de hombres, por los cuales Melquíades sentía el más profundo desprecio.
               –Está bien. Si es orden de la señora, nos prepararemos para trabajar esta noche. Y como de aquí a Rincón-Hondo
            hay un buen trecho y la hora es nona, vamos a ensillar de una vez.
               Cuando ya se ponía en camino, Balbino le salió al paso diciéndole:
               –Vea, Melquíades, si puede meterme unos mostrencos en el corral de La Matica. Es para ponerle un peine al doctor

            Luzardo. Pero no le diga nada a la señora. Quiero darle una sorpresa.
               El corral de La Matica era el sitio donde Balbino encerraba las reses o bestias que le robara a doña Bárbara, y a estos
            hurtos, por ser actos de mayordomo, llamábanlos en El Miedo: mayordomear.
               Nunca se había atrevido Balbino a hacerle tales proposiciones a Melquíades, y éste le respondió:
               –Usted como que se ha equivocado, don Balbino. A mí nunca me ha gustado mayordomear.



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