Page 110 - Doña Bárbara
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            trabajo uno de por los lados de Cunaviche. Se ofrecía como cimarronero, nada menos, y venía muy mal montado: el
            matalón no podía con su alma, y el apero era una tereca. Me lo quedé mirando y le dije:
               «–Bueno, amigo. Bestia le ofrezco: uno de esos mostrencos que andan alzados por la sabana. Póngale un veladero al

            que más le guste, y aluego lo amansa para su silla; pero de aperarlo se encarga usted.»
               «–Yo tengo apero –me contestó el hombre, poniéndole la mano encima a su tereca–. Me falta el arrices, el
            guardabastos se me perdió, el fuste me lo robaron, y la coraza no sé qué se me hizo, pero me queda el sufridor.»
               Y Antonio concluyó, sentencioso:
               –Así me contestó el hombre, que es nada menos que Pajarote. Lo que le quedaba era el sufridor, y él decía que tenía
            apero. Conque, aplique el cuento. El sufridor, es decir, la voluntad de pasar trabajos. De ahí le viene al llanero su fuerza.
               En efecto, así los vio vivir Santos Luzardo, al vaquero triste y bruto junto al palmo de tierra de su conuco, y al pastor

            alegre y fanfarrón en medio de su sabana inmensa, luchando con la naturaleza, compartiendo el tasajo de carne y el
            trozo de yuca de su sobriedad, que sólo se regala con la taza de café y la mascada de tabaco, conformándose con el
            chinchorro y la cobija –¡eso sí!, siempre que fuera fino el caballo y bonito el apero–, punteando la bandurria,
            rasqueando el cuatro, cantando hasta desgañitarse, por las noches, después de las rudas faenas de levantes y carreras, y
            destornillándose en el joropo hasta el amanecer, en las casas donde hubiese muchachas cuyos atractivos mereciesen la

            maliciosa copla que dice:

                                              Del toro la vuelta al cacho,
                                              del caballo la carrera,
                                              de las muchachas bonitas
                                              la cincha y la gurupera.

               Y vio que el hombre de la llanura era, ante la vida, indómito y sufridor, indolente e infatigable; en la lucha,

            impulsivo y astuto; ante el superior, indisciplinado y leal; con el amigo, receloso y abnegado; con la mujer, voluptuoso
            y áspero; consigo mismo, sensual y sobrio. En sus conversaciones, malicioso e ingenuo, incrédulo y supersticioso; en
            todo caso, alegre y melancólico, positivista y fantaseador. Humilde a pie, y soberbio a caballo. Todo a la vez y sin
            estorbarse, como están los defectos y las virtudes en las almas nuevas.
               Algo de esto lo dejaban traslucir las coplas donde el cantador llanero vierte la alegría jactanciosa del andaluz, el

            fatalismo sonriente del negro sumiso y la rebeldía melancólica del indio, todos los rasgos peculiares de las almas que
            han contribuido a formar la suya, y lo que no estuviese claro en las coplas y Santos Luzardo lo hubiese olvidado, se lo
            enseñaron los pasajes que les fue oyendo contar mientras compartía con ellos los duros trabajos y los bulliciosos
            reposos.
               Y de todo esto y por todas las potencias de su alma abiertas a la fuerza, a la belleza y al dolor de la llanura, le entró
            el deseo de amarla tal como era, bárbara pero hermosa, y de entregarse y dejarse moldear por ella, abandonando aquella
            perenne actitud vigilante contra la adaptación a la vida simple y ruda del pastoreo.

               Cierto es que en el Llano no se doma un potro ni se enlaza un toro impunemente: quien lo haya llevado a cabo
            pertenece desde luego a la llanura. Además, ésta no hacía sino recuperarlo. Ya lo había dicho Antonio Sandoval:
            «¡Llanero es llanero hasta la quinta generación!» Pero había también algo más, algo sobre lo cual no se reflexionaba;
            pero que estaba allí, en el fondo del alma, transformando los sentimientos del hombre de la ciudad, derribando los
            obstáculos: ¡Marisela, canto del arpa llanera, la del alma ingenua y traviesa, silvestre como la flor del paraguatán, que
            embalsama el aire de la mata y perfuma la miel de las aricas!



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