Page 109 - Doña Bárbara
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paciencia y más audacia, la inundación, que centuplica los riesgos y hace sentir en el pedazo de tierra enjuta la
enormidad del desierto; pero también la enormidad del hombre y lo bien acompañado que se halla, cuando, no pudiendo
esperar nada de nadie, está resuelto a afrontarlo todo.
*
¡Llueve, llueve, llueve!... Hace días no sucede otra cosa. Ya los llaneros que estaban fuera de sus casas han
regresado a ellas, porque los caños y los ríos se desbordarán por las sabanas, y pronto no habrá caminos transitables. ¡Ni
necesidad de recorrerlos! Ya es tiempo de «mascada, tapara y chinchorro», y con estas tres cosas, bajo el techo de
palma, el llanero se siente feliz, mientras afuera se van desgajando las nubes en un llover obstinado y copioso.
Con las primeras lluvias comenzó el retorno de las garzas. Aparecieron por el Sur –hacia donde emigran durante el
verano, sin que nadie sepa hasta dónde van–, y todavía estaban llegando las innumerables bandadas.
Fatigadas por el largo vuelo, se detenían, balanceándose, sobre las ramas flexibles del monte del garcero, o llegaban,
sedientas, hasta el borde de la ciénaga, y el monte y el agua iban cubriéndose de blancura.
Parecía haber reconocimientos y cambios de impresiones de viaje. Las de este bando miraban a las del otro, que
habían emigrado a distintas regiones, alargaban los cuellos, batían las alas, lanzaban ásperos graznidos y luego
quedábanse quietas observándose mutuamente, redondas e inmóviles las ágatas de las pupilas. A veces había riña por
una rama del dormitorio, por un resto de nido de la estación anterior; pero después se iban acomodando todas en los
mismos sitios que siempre habían ocupado.
Los patos salvajes, las coroceras, las chusmitas, las cotúas, los gavanes y los gallitos azules, que no habían
emigrado, acudían a saludar a las viajeras, y eran también bandadas innumerables que iban llegando desde los cuatro
puntos del cielo. También habían regresado los chicuacos y contaban sus impresiones de viaje.
Ya el estero está lleno, porque el invierno se ha metido con fuerza. Un día asoma a flor de agua la trompa negra de
una baba. Ya aparecerán también los caimanes, pues los caños se están llenando de prisa, y en la llanura por todas
partes se va a todas partes. Los caimanes también vienen desde lejos, del Orinoco muchos de ellos; pero nada cuentan,
porque todo el día se lo pasan durmiendo o haciéndose los dormidos. Y mejor es que se estén callados. No podrían
contar sino crímenes.
Comienza la muda. El garcero es un monte nevado al amanecer. Sobre los árboles, en los nidos colgados de ellos y
en torno al remanso: la blancura de las garzas a millares, y por dondequiera: en las ramas de los dormitorios, en los
borales que flotan sobre el agua fangosa de la ciénaga, la escarcha de la pluma soltada durante la noche.
Con el alba comienza la recolecta. Los recogedores salen en curiaras, pero terminan echándose al agua, y con ella a
la cintura, entre babas y caimanes, rayas, tembladores y caribes, desafían la muerte gritando o cantando, porque el
llanero nunca trabaja en silencio. Si no grita, canta.
¡Llueve, llueve, llueve! Y se desbordan los caños, y se inundan los esteros, y empiezan a caer los hombres,
fulminados por la «calentura», tiritando de frío, castañeteando los dientes, y se ponen pálidos y se van volviendo verdes,
y empiezan a nacerle cruces al cementerio de Altamira, que es apenas un pequeño rectángulo cercado de alambre de
púas en medio de la sabana, porque al llanero, hasta después de muerto, le basta con estar en medio de su sabana.
Pero, al fin, comienzan a cabecear los ríos y a escurrirse los rebalses ribereños, y los caimanes empiezan a
abandonar los caños, hacia el Arauca, hacia el Orinoco, loa que de allá vinieron a hartarse con reses altamireñas, y se
van alejando las fiebres, y otra vez el cuatro y las maracas, el corrido y el pasaje, el alma recia y risueña cantando en
coplas sus amores, sus trabajos y sus bellaquerías.
–¿Que de dónde le viene al llanero su fuerza, así tan jipato como es, para resistir todo un día sobre el caballo, detrás
del ganado o con el agua a la cintura, y su alegría para ponerle buena cara al mal tiempo? Ya se lo voy a explicar, doctor
–dícele Antonio Sandoval–. De la moraleja de este pasaje que le voy a echar. Un día se presentó por aquí buscando
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