Page 59 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   X XI II II I. .   L Lo os s   d de er re ec ch ho os s   d de e   « «M Mí ís st te er r   P Pe el li ig gr ro o» »                                   R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s
               –Perdóneme que no se lo acepte.
               Míster Danger comprendió que tampoco aceptaba la amistad que él le ofrecía, y cuando Luzardo se retiró, viéndolo
            alejarse, se dijo:

               –¡Oh! Estos hombrecitos. Nunca saben nada de lo que hablan.
                                                            *

               Camino de Altamira, como pasara cerca de la casa de Lorenzo Barquero, Santos decidió aprovechar la oportunidad
            para pedirle explicaciones precisas de la pérdida de La Barquereña.
               Hundido dentro del mugriento chinchorro, Barquero dormía todavía su borrachera de la víspera y estaba solo en la
            casa. Un ronquido de estertores se escapaba de su garganta, una saliva viscosa le fluía de la boca entreabierta, y bajo el
            sueño profundo de la intoxicación alcohólica, la miseria del rostro tenía una expresión agónica. Alarmado por aquel
            aspecto, Santos se acercó a tomarle el pulso en el brazo péndulo fuera del chinchorro y sintió bajo sus dedos el

            martillazo de la tensión arterial. Se quedó un rato contemplándolo compasivamente.
               –Poca vida le queda ya a este infeliz; pero es necesario hacer algo por él.
               Bajo el chinchorro había una carnaza, y en el fondo de ella una pichagua, vasija y cuchara rústicas de corteza de
            totuma. Con sólo alargar el brazo y con la ayuda de la segunda, Lorenzo había consumido todo el licor que llenara la
            primera, echándoselo dentro de la boca, sorbo a sorbo, «meleadito», como por allí decían de esta bestial manera de
            emborracharse.
               De un puntapié, Luzardo arrojó de allí la vasija, y apoderándose luego de la garrafa colocada sobre la mesa y que

            contenía una buena cantidad de aguardiente, la lanzó fuera de la casa. Hecho esto, y en vista de que sería inútil despertar
            a Lorenzo, se disponía ya a marcharse, cuando apareció la mole roja y risueña del norteamericano.
               Fingió sorprenderse de hallar allí a Luzardo; pero como a éste no se le escapó que se había venido siguiéndolo, e
            hiciera un gesto poco afable, interrogó, indicando a Lorenzo con un movimiento de cabeza:
               –¿Borracho, eh? Seguramente se ha bebido ya todo el aguardiente que le mandé ayer.

               –Hace usted mal en proporcionarle bebida a este hombre –repuso Santos.
               –Esto no tiene remedio, doctor. Déjelo usted que se acabe de matar. Él no quiere vivir. Está enamorado todavía de la
            linda Barbarita. Terriblemente enamorado, y bebe y bebe para olvidarse de ella. Yo se lo he dicho muchas veces: don
            Lorenzo, te estás matando. Pero él no quiere hacer caso de mí y no se quita la pichagüita de la boca.
               Y acercándose al chinchorro y sacudiéndolo por las cabuyeras:
               –¡Eh! ¡Don Lorenzo! Que tienes visita, chico. ¿Hasta cuándo vas a estar roncando ahí, metido dentro de ese
            chinchorro? Aquí está el doctor Luzardo, que viene a saludarte.
               –Déjelo tranquilo –dijo Santos, disponiéndose a marcharse.

               Lorenzo entreabrió los párpados y murmuró unas palabras ininteligibles. El yanqui le dio una cachetada brutal y
            soltó la risa:
               –¡Qué rasca tienes, chico!
               Y al volverse se quedó un instante mirando hacia el palmar, luego se encogió, crispó los dedos como para arañar,
            mostró los dientes y dejó escapar un bufido, cual si imitara al cunaguaro cuando retozaba con él.

               –¿Qué le pasa a este hombre? –se preguntaba ya Santos, extrañado de aquellos desplantes, cuando él soltó la risa y
            explicó:
               –La muchacha, nombre bonito de joropo.
               Era Marisela, que venia con un haz de leña, como la tarde del encuentro en el palmar; pero era una persona ya
            diferente de aquella sucia y desgreñada. Vestía uno de los trajes que Santos le había hecho mandar, confeccionados por



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