Page 49 - Doña Bárbara
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–No lo sabía, propiamente. Sospechaba que fueras la hija de Lorenzo Barquero, llamada así; pero quería
cerciorarme.
Arisca, como el animal salvaje con el cual la comparó su padre, al oír aquel término, desconocido para ella, replicó:
–¿Cerciorarse? ¡Hum! Usté está mal fijao. Bien pué seguí su camino.
–Menos mal si la cerrilidad le custodia la inocencia –pensó Santos, y luego–: ¿Qué entiendes tú por cerciorarse?
–¡Umjú! ¡Qué preguntón es usté! –exclamó soltando de nuevo la risa.
–¿Ingenuidad o malicia? –se preguntó entonces Santos Luzardo comprendiendo que, lejos de disgustarle, le
agradaba que él se hubiese detenido a hablarle, y ya sin sonreír siguió contemplando compasivamente aquella masa de
greñas y harapos.
–¿Hasta cuándo va a estar ahí, pues? –gruñó Marisela–. ¿Por qué no se acaba de dir?
–Eso mismo te pregunto yo: ¿hasta cuándo vas a estar ahí? Ya es tiempo de que regreses a tu casa. ¿No te da miedo
andar sola por estos lugares desiertos?
–¡Guá! ¿Y por qué voy a tener miedo, pues? ¿Me van a comer los bichos del monte? ¿Ya usté qué le importa que yo
ande sola por donde me dé gana? ¿Es acaso, mi taita, pues, para que venga a regañarme?
–¡Qué maneras tan bruscas, muchacha! ¿Es que ni siquiera te han enseñado a hablar con la gente?
–¿Por qué no me enseña usté, pues? –y otra vez la risa sacudiéndole el cuerpo, echado de bruces sobre la tierra.
–Sí, te enseñaré –díjole Santos, cuya compasión empezaba a transformarse en simpatía–. Pero tienes que pagarme
por adelantado las lecciones, mostrándome esa cara que tanto te empeñas en ocultar.
–¡Qué mano! –exclamó ella, ovillándose más–. Acábese de dir de una vez, que lo va a coge la noche por estos
montes.
–No me moveré de este sitio mientras no me hayas dejado ver tu cara. He venido sólo a conocerte, porque me han
dicho que eres muy fea y no quiero creerlo hasta que lo vea con mis propios ojos. Me cuesta trabajo creer que pueda ser
fea una parienta mía. Verdad que no te había dicho todavía que somos primos.
–¡Zape! –exclamó ella–. Yo no tengo más familia que mi taita, porque ni a mi mae puedo decí que la conozco.
La mención a la madre disipó la jovial disposición de ánimo que estaba poniendo Santos en la charla, y ella, como
temiese haberlo disgustado de veras, después de mirarlo de soslayo por debajo del brazo con que se cubría el rostro,
insistió:
–¿No ve que usté no es nada mío, como dice? Si juera, no se habría quedado tan callado.
–Sí, criatura –afirmó él, tornando a emplear el término compasivo–. Soy Santos Luzardo, primo de tu padre.
Pregúntaselo a él si quieres cerciorarte. Y no vayas a tomar a mal otra vez esta palabra.
–Bueno. Si es verdá que es primo mío... Aunque yo no se lo crea, ¿sabe?... ¡Umjú! Y después dicen que las mujeres
sernos las curiosas. Aguaite, pues, pa que se acabe de dir de una vez.
Y sin que Santos hubiera insistido en que se dejara ver el rostro, levantó y bajó en seguida la cabeza; pero con los
ojos cerrados y apretando la boca para que no se le escapara la risa, coquetería de azoramiento y de ingenuidad.
Tendría unos quince años, y aunque la comida escasa, el agua mala, el desaliño y la rustiquez le marchitaban la
juventud, bajo aquella miseria de mugre y greñas hirsutas se adivinaba un rostro de facciones perfectas.
Pero bastó el breve instante para que los ojos de Santos apresaran la revelación de belleza.
–¡Qué bonita eres, criatura! –exclamó, y luego se quedó contemplándola con una forma de compasión diferente,
mientras ella, ya no arisca, sino remilgada, humanizada por el primer destello de emoción de sí misma que aquella
exclamación le había producido, decíale, con una voz dulce y suplicante:
–Váyase, pues.
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