Page 48 - Doña Bárbara
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Santos Luzardo contempló un rato en silencio y con el corazón oprimido el dramático espectáculo de aquella ruina
humana, y luego, tratando de reanimarlo, le preguntó:
–¿Y tu hija?
Pero Lorenzo, con la vista fija en el horizonte de la llanura, seguía murmurando:
–¡La llanura! ¡La maldita llanura, devoradora de hombres!
Y Santos pensó:
«Realmente, más que a las seducciones de la famosa doña Bárbara, este infeliz ha sucumbido a la acción
embrutecedora del desierto.»
Un súbito destello de lucidez reanimó el rostro del ex hombre. Por un momento desapareció el rictus de la
borrachera sombría.
–Marisela –llamó–. Ven para que conozcas a tu primo.
Pero como dentro del rancho nadie respondía, agregó:
–Ésa no sale de ahí ni que la arrastren por los cabellos. Es más arisca que un báquiro. Un báquiro.
Clavó otra vez la cabeza y empezaron a manarle de la boca contraída lentos hilos de saliva.
–Bien, Lorenzo –dijo Santos poniéndose de pie–. Volveré por aquí a menudo.
Se incorporó de pronto el borracho y dando traspiés penetró en la habitación.
–Déjala tranquila –díjole Santos, creyendo que iba en busca de su hija–. Otro día la conoceré –y comenzó a
desamarrar su caballo.
Ya ponía el pie en el estribo, cuando vio que Lorenzo se empinaba el garrafón de aguardiente, derramándoselo
encima por no acertar a llevarse el pico a la boca. Se precipitó dentro de la habitación a quitárselo de las manos.
Mas ya el borracho había bebido lo suficiente para caer fulminado. Se asió a los brazos de Luzardo y, clavándole
una mirada delirante, exclamó:
–¡Santos Luzardo! ¡Mírate en mí! ¡Esta tierra no perdona!
X XI I. . L LA A B BE EL LL LA A D DU UR RM MI IE EN NT TE E
De regreso a Altamira, bajo la penosa impresión del espectáculo que acababa de presenciar, Santos volvió a
encontrarse con la campesina a quien le preguntara por la casa adonde se dirigía. Sólo después de haber visto la miseria
que reinaba en el rancho de Lorenzo Barquero podía sospecharse que fuera su hija aquella criatura montaraz, greñuda,
mugrienta, descalza y mal cubierta por un traje vuelto jirones.
Había depositado en el suelo el haz de chamizas y estaba tendida junto a él, los codos hundidos en la arena, la cara
entre las manos, soñadora la mirada.
Santos se detuvo a contemplarla. Bajo los delgados y grasientos harapos que se le adherían al cuerpo, la curva de la
espalda y las líneas de las caderas y de los muslos eran de una belleza estatuaria; pero rompían el encanto los pies
anchos y gruesos, de piel endurecida y cuarteada por el andar descalzo, y fue en esta fealdad lamentable donde se
detuvieron las miradas compasivas.
Un resoplido de la bestia de Luzardo la sacó de su abstracción, y al advertir la presencia del hombre detenido a
pocos pasos de ella, se hizo un ovillo para ocultar la desnudez de sus piernas, y después de haber proferido algunos
gruñidos de protesta, rompió a reír, de bruces sobre el arenal.
–¿Eres tú Marisela? –interrogó Santos.
Ella se hizo repetir la pregunta y luego respondió, con la rudeza de su condición silvestre reforzada por el
azoramiento:
–Si ya sabe cómo me mientan, ¿pa qué pregunta, pues?
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