Page 43 - Doña Bárbara
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            lugar maldito: un silencio impresionante, numerosas palmeras carbonizadas por el rayo, y en el centro, un tremedal
            donde perecía sorbido por el lodo cuanto ser viviente se aventurara a atravesarlo.
               La chusmita que le daba nombre, al decir de la leyenda, sería el alma en pena de una india, hija del cacique de cierta

            comunidad yurura que habitaba allí cuando Evaristo Luzardo pasó con sus rebaños al cajón del Arauca. Hombre de
            presa, el cunavichero les arrebató a los indígenas aquella propiedad de derecho natural, y como ellos trataran de
            defenderla, loa exterminó a sangre y fuego; pero el cacique, cuando vio su ranchería reducida a escombros, maldijo el
            palmar, de modo que en él sólo encontraran ruina y desgracia el invasor y sus descendientes, víctimas del rayo,
            vaticinando al mismo tiempo que volvería al poder de los yaruros cuando uno de éstos sacara de la tierra la piedra de
            centella de la maldición.
               Según la conseja, la maldición se había cumplido, pues no solamente no hubo nunca por allí tormenta que no se

            desgajara en rayos sobre el palmar, matando en varias ocasiones rebaños enteros de reses luzarderas, sino que también
            fue aquel sitio la causa de la discordia que destruyó a los Luzardos. En cuanto al vaticinio, hasta los tiempos del padre
            de Santos fue la voz corriente que después de aquellas tempestades, siempre se veía por allí algún indio –quién sabe
            desde dónde venía– escarbando la tierra en busca de la piedra de centella.
               Hacía años que no aparecía por allí el yaruro. Tal vez, allá en sus rancherías se había perdido la tradición. En

            Altamira nadie confesaba creer en la leyenda; pero todos preferían hacer un largo rodeo antes que pasar por el paraje
            maldito.
               Santos bordeó el tremedal por un terreno de limo negro y pegajoso, pero practicable sin riesgo, que retumbaba bajo
            los cascos del caballo. En torno a la charca mortífera la tierra estaba revestida de hierba tierna; mas, no obstante la
            frescura de aquel verdor grato a la vista, algo sombrío se cernía sobre el paraje, y en vez de la chusmita de la leyenda,
            un garzón solitario en un islote de borales acentuaba la nota de fúnebre quietud.
               Iba Santos ensimismado en el propósito que lo llevaba por allí, cuando algo que se movió en la margen de su campo
            visual lo hizo volver la cabeza. Era una muchacha, desgreñada y cubierta de inmundos harapos, que portaba un haz de

            leña sobre la cabeza y trataba de ocultarse detrás de una palmera.
               –¡Muchacha! –la interpeló, refrenando la bestia–. ¿Dónde queda por aquí la casa de Lorenzo Barquero?
               –¿No lo sabe, pues? –respondió la campesina, después de haber proferido un gruñido de bestia arisca.
               –No lo sé. Por eso te lo pregunto.
               –¡Guá! ¿Y aquel techo que se aguaita allá, de qué es, pues?

               –Has podido empezar por ahí –díjole Santos, y continuó su camino.
               Una vivienda miserable, mitad caney, mitad choza, formada ésta por cuatro paredes de barro y paja sin enlucido, con
            una puerta sin batientes, y aquél por otros tantos horcones que sostenían el resto de la negra y ya casi deshecha
            techumbre de hojas de palmera, y de dos de los cuales colgaba un chinchorro mugriento, tal era la casa del «Espectro de
            La Barquereña», como por allí se le decía a Lorenzo Barquero.
               De haberlo visto una vez en su infancia, apenas Santos conservaba de él un vago recuerdo; mas, por claro que éste
            hubiera sido, tampoco habría podido reconocerlo en aquel hombre que se incorporó en el chinchorro cuando lo sintió

            llegar.
               Sumamente flaco y macilento, una verdadera ruina fisiológica, tenía los cabellos grises y todo el aspecto de un viejo,
            aunque apenas pasaba de los cuarenta. Las manos, largas y descamadas, le temblaban continuamente, y en el fondo de
            las pupilas verdinegras le brillaba un fulgor de locura. Doblegaba la cabeza, cual si llevase un yugo a la cerviz; sus
            facciones, así como la actitud de todo su cuerpo, revelaban un profundo desmadejamiento de la voluntad, y tenía la boca
            deformada por el rictus de las borracheras sombrías. Con un esfuerzo visible sacó una voz cavernosa para preguntar:

               –¿A quién tengo el gusto?...

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