Page 41 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   I IX X. .   L La a   e es sf fi in ng ge e   d de e   l la a   s sa ab ba an na a                              R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

               Eran los Mondragones tres hermanos, oriundos de las llanuras de Barinas, a los cuales, por su bravura y fechorías,
            apodaban Onza, Tigre y León. Fugitivos por crímenes cometidos en los llanos de aquel Estado, pasaron al de Apure, y
            después de haber merodeado y practicado el abigeato durante algún tiempo, entraron al servicio de doña Bárbara, en

            cuyos dominios hallaban– seguro asilo cuantos facinerosos cayeran por el Arauca.
               La casa de Macanillal estaba situada en el lindero con Altamira, establecido de acuerdo con la última sentencia que
            había obtenido doña Bárbara en su favor; pero tanto la casa como los postes del lindero habían cambiado ya de sitio,
            Altamira adentro, pues para eso estaban allí los Mondragones con la consigna de hacer avanzar de tiempo en tiempo la
            línea divisoria, cuyo punto de referencia, deliberadamente vago en la decisión del tribunal, era la «casa en piernas» que
            ellos habitaban, fácil de desarmar y reconstruir en obra de horas, sin que del traslado quedaran muestras perceptibles, a
            primera vista, en la uniformidad del inmenso paño de sabana. Mediante esta estratagema, ya doña Bárbara le había

            quitado a Altamira cerca de media legua más en el lapso de seis meses, con lo cual, al mismo tiempo, preparaba otro
            litigio.
               A Balbino le cayó mal la noticia que le dio el Onza; pero fue más sorprendente todavía lo que agregó el Tigre:
               –No fuera nada que nos hubiera mandado a desocupar la casa, sino que esta mañana llegó allá Melquíades con la
            orden de que la desbaratáramos esta noche y la volviéramos a poner, en junto con los postes del lindero, en donde

            estaba enantes. Como si eso de mudar una casa y cambiar una posteadura fuera cosa de hacerse en una noche. Además,
            a nosotros nunca nos ha gustado echar para atrás, después que hemos empujado palante. Por eso venimos a decirle a la
            señora que mejor es que mande a otros a hacer ese trabajito.
               Balbino cavilaba, ceñudo, y el León concluyó:
               –Yo lo que digo es que hay cosas que no entiendo. A menos que la señora la vaya a dar ahora por tenerle miedo al
            vecino.
               –No desbaraten la casa ni muden los postes –díjoles Balbino–. No hablen con ella todavía, tampoco. Dejen eso de
            mi cuenta. Quédense por aquí mientras yo converso con la señora.

               Los Mondragones se entretuvieron conversando con los otros peones que estaban por allí, y Balbino se dirigió a la
            casa.
               La primera impresión desagradable fue el cambio que, de la noche a la mañana, se había operado en el aspecto de la
            mujerona. Ya no llevaba aquella sencilla bata blanca, cerrada hasta el cuello y con mangas que le cubrían
            completamente los brazos, que era el máximo de femineidad que se consentía en el traje, sino otra, que nunca le había

            visto usar Balbino, descolada y sin mangas, y adornada con cintas y encajes. Además, llevaba el cabello mejor peinado,
            hasta con cierta gracia que la rejuvenecía y la hermoseaba.
               No obstante, a Balbino no le cayó bien la transformación. Contrajo el ceño y dejó escapar un leve gruñido de
            desconfianza.
               La segunda impresión desagradable fue la sonrisa mordaz con que ella le preguntó, aludiendo a la fanfarronada que
            le oyera la noche anterior a propósito de sus planes contra Luzardo:
               –¿Lo emparejaste?

               Molesto y desconcertado por esta acogida burlona, el hombre respondió bruscamente:
               –Del camino me revolví a esperar que él me llame a rendirle cuentas. Ojalá se atreva a pedírmelas, para ver quién es
            el que va a tener que darlas.
               Ella se quedó mirándolo, sin dejar de sonreír, y él, después de darse dos o tres manotadas en los bigotes:
               –Si yo estaba allá, era por complacerte. Desapareció la sonrisa de la faz de la mujer; pero se mantuvo su
            desconcertante silencio.

               Balbino hizo un gesto de desconfianza y, mentalmente:

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