Page 39 - Doña Bárbara
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–Enguaralalo –ordenó Antonio–. Échale un lazo gotero.
Y allí mismo estuvo el alazán atrincándose el nudo corredizo. María Nieves y Venancio se precipitaron a echarle las
marotas, y con esto y la asfixia del lazo, el mostrenco se planeó contra la tierra y se quedó dominado y jadeante.
Puestos el tapaojos y la cabezada, y abrochadas las «sueltas», dejáronlo enderezarse sobre sus remos, y en seguida
Venancio procedió a ponerle el simple apero que usa el amansador. El mostrenco se debatía encabritándose y lanzando
coces, y cuando comprendió que era inútil defenderse, se quedó quieto, tetanizado por la cólera y bañado en sudor, bajo
la injuria del apero que nunca habían sufrido sus lomos.
Todo esto lo había presenciado Santos Luzardo junto al tranquero del corral, con el ánimo excitado por la evocación
de su infancia, a caballo en pelo contra el gran viento de la llanura, cuando, a tiempo que Venancio se disponía a echarle
la pierna al alazán, oyó que Antonio le decía, tuteándolo:
–Santos. ¿Te acuerdas de cuando jineteabas, tú mismo, las bestias que el viejo escogía para ti?
Y no fue necesario más para que comprendiera lo que el peón fiel quería decirle con aquella pregunta. ¡La doma! La
prueba máxima de llanería, la demostración de valor y de destreza que aquellos hombres esperaban para acatarlo.
Maquinalmente buscó con la mirada a Carmelito, que estaba de codos sobre la palizada, al extremo opuesto de la
corraleja, y con una decisión fulgurante, dijo:
–Deje, Venancio. Seré yo quien lo jineteará.
Antonio sonrió, complacido en no haberse equivocado respecto a la hombría del amo; Venancio y María Nieves se
miraron, sorprendidos y desconfiados, y Pajarote, con su ruda franqueza:
–No hay necesidad de eso, doctor. Aquí todos sabemos que usted es hombre para lo que se necesite. Deje que se lo
jinetee Venancio.
Pero ya Santos no atendía razones y saltó sobre la bestia indómita, que se arrasó casi contra el suelo al sentirlo sobre
sus lomos.
Carmelito hizo un ademán de sorpresa y luego se quedó inmóvil, fijo en los mínimos movimientos del jinete, bajo
cuyas piernas remachadas a la silla, el alazán, cohibido por el tapaojos y sostenido del bozal por Pajarote y María
Nieves, se estremecía de coraje, bañado en sudor, dilatados los belfos ardientes.
Y Balbino Paiba, que se había quedado por allí en espera de que se le proporcionara oportunidad de demostrarle a
Luzardo, si éste volvía a dirigirle la palabra, que aún no había pasado el peligro a que se arriesgara al hablarle como lo
hiciera, sonrió despectivamente y se dijo:
–Ya este... patiquincito va a estar clavando la cabeza en su propia tierra.
Mientras Antonio se afanaba en dar los inútiles consejos, la teoría que no podía habérsele olvidado a Santos:
–Déjalo correr todo lo que quiera al principio, y luego lo va trajinando, poco a poco, con la falseta. No lo sobe sino
cuando sea muy necesario y acomódese para el arranque, porque este alazano es barajustador, de los que poco
corcovean, pero se disparan como alma que lleva el diablo. Venancio y yo iremos de amadrinadores.
Pero Luzardo no atendía sino a sus propios sentimientos, ímpetus avasalladores que le hacían vibrar los nervios,
como al caballo salvaje loa suyos, y dio la voz, a tiempo que se inclinaba a alzar el tapaojos:
–¡Denle el llano!
–¡En el nombre de Dios! –exclamó Antonio.
Pajarote y María Nieves dejaron libre la bestia, abriéndose rápidamente a uno y otro lado. Retembló el suelo bajo el
corcovear furioso, una sola pieza jinete y caballo, se levantó una polvareda, y aún no se había desvanecido cuando, ya el
alazano iba lejos, bebiéndose los aires de la sabana sin fin.
Detrás, tendidos sobre las crines de las bestias amadrinadoras, pero a cada tranco más rezagados, corrían Antonio y
Venancio.
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