Page 35 - Doña Bárbara
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asina sucedió. Explíqueme eso, Carmelito. ¿Cómo ha podido esa mujer contar desde su casa los cimarrones que estaban
en Lagartijera? Son dos leguas largas.
Carmelito no se dignó responder, y María Nieves intervino para que no quedara desairado el amigo.
–Que esta mujer aprendió entre los indios cosas que pueden más que los hombres, ¿para qué negarlo si ella misma
no lo oculta? Yo sé, por ejemplo, que una vez una persona amiga suya le dijo que se avispara con el querido que la
estaba robando, y ella le respondió: «Ni ese hombre ni nadie saca de aquí una res sin que yo lo permita. Puede
amadrinar todo el ganado que quiera y arrearlo por delante, pero del lindero del hato no le pasa. Se le barajusta y se le
revuelve para sus comederos porque yo tengo quien me ayude.»
–Ya lo creo que si tiene quien la ayuda: el mismo Mandinga, «El Socio», como le dice ella. ¿Para qué son, pues,
esas conversaciones que tiene todas las noches con él en esa pieza donde no le permite la entrada a nadie? –intervino
Venancio.
Y hubiera sido cuento de nunca acabar el de las brujerías de doña Bárbara, si Pajarote no hubiese desviado la charla
diciendo:
–Pero ya todo eso se va a acabar. El pitido del araguato que escuchó mi vale María Nieves es el aviso de que ya se le
ha llegado su hora. Por lo tanto, aquí hemos ganado mucho con que, por la venida del doctor, se le haya acabado el
negocio al ladronazo de don Balbino. ¡Ah, hombre bien lambido para manotear lo ajeno! Con decir que ha robado hasta
al Ánima de Ajirelito, ya está todo dicho.
A lo que acudió María Nieves, en el tono habitual de sus «contrapunteos»:
–Por eso no, vale, porque yo sé de otro que también ha metido su mano en la fortuna del Ánima Santa.
El Ánima de Ajirelito –muchas otras hay en todo el Llano– era la devoción más popular entre los moradores del
cajón del Arauca, quienes nunca se ponían en camino sin encomendársele, ni pasaban cerca de la mata de Ajirelito sin
llegarse hasta allá a encenderle una vela o dejarle una limosna. Al efecto había al pie de uno de los árboles de la mata un
techadillo de palma, bajo el cual ardían las velas votivas, y estaba una totuma donde los caminantes depositaban las
limosnas, que de cuando en cuando iba a recoger el cura del pueblo inmediato para las misas que se le dedicaban
mensualmente al ánima. Nadie custodiaba este dinero, y decíase que no era raro ver entre él onzas y morocotas, pago de
promesas hechas en graves trances. En cuanto a la leyenda, nada de fantástico tenía: un caminante que fue encontrado
muerto al pie de aquel árbol; otro a quien un día, en un mal paso, se le ocurrió decir: «Ánima de Ajirelito, sácame con
bien.» Y como saliera bien librado del peligro, al pasar por Ajirelito, se apeó del caballo, construyó aquel techadillo y
encendió la primera vela. Lo demás lo hizo el tiempo.
Como oyese la intencionada alusión de María Nieves, Pajarote replicó:
–No me zumbe en lo oscuro, vale. Ese que metió su mano en la totuma del Ánima fui yo. Pero como los demás que
están presentes no conocen la historia, se la voy a echar, para que no crean en los cuentos de los lenguas largas. Fue que
yo estaba limpio y con ganas de tener plata, que son dos cosas que casi siempre andan juntas, y al pasar por Ajirelito se
me ocurrió la manera de conseguirme los centavos que me estaban haciendo falta. Me acerqué al palo, me bajé del
caballo, nombré las Tres Divinas Personas y saludé al muerto: «¿Qué hay, socio? ¿Cómo estamos de fondos?» El
Ánima no me respondió, pero la totuma me les dijo a los ojos: «Aquí tengo unos cuatro fuertes entre estos centavos.» Y
yo, rascándome la cabeza, porque la idea me estaba haciendo cosquillas: «Oiga, socio. Vamos a tirar una paradita con
esos fuertes. Se me ha metido entre ceja y ceja que vamos a desbancar el monte-y-dado en el primer pueblo que
encuentre en mi camino. Vamos a medias: usted pone la plata y yo la malicia.» Y el Ánima me respondió, como hablan
ellas, sin que se les escuche: «¡Cómo no, Pajarote! Coge lo que quieras. ¿Hasta cuándo lo vas a estar pensando? Si se
pierden los fuertes, de todos modos se iban a perder entre las manos del cura.» Pues, bien: cogí mi plata, y en llegando a
Achaguas, me fui a la casa de juego y tiré la paradita, fuerte a fuerte.
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