Page 33 - Doña Bárbara
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               Pajarote sonrió. Todo era, en efecto, invención suya, a base de lo que le refiriera María Nieves, y encaminada a
            producir en el ánimo de sus compañeros la confianza en que, con la llegada del amo, vendrían buenos tiempos para
            Altamira, pues Luzardo le había caído en gracia, quizás precisamente por haberle producido a los otros –y a él no podía

            escapársele– la impresión opuesta.
               –Del médano a donde yo lo vi no hay mucho trecho. Nada tiene de particular que «el Cotizudo» se haiga aparecido
            una vez sobre la loma y otra dentro del agua del encanto. Todo eso es su paradero.
               A tiempo que Antonio, ya más interesado:
               –¿Por qué no habías contado eso, María Nieves?
               –Porque como así no es el modo de aparecerse el familiar de acá, creí que fuera un toro araguato cualquiera.
               –Pero eso de ventear para Altamira y después echar un pitido para los lados de El Miedo, ha debido llamarte la

            atención, a ti que sabes las cosas –insistió Antonio.
               –No te creas que no caté de pensarlo, pero... Pajarote le quitó la palabra:
               –Pero es que hay personas que entre pensar y hacer le salen canas.
               –¡Arrea, catire, María Nieves! –exclamó Venancio–. Mira que ya el zambo te viene pisando los corvejones.
               –De alguna manera tenía yo que desquitarme de la punta tapada que me zumbó enantes mi vale –concluyó Pajarote.

               Amigos dispuestos en todo momento a dar la vida el uno por el otro, Pajarote y María Nieves no podían cruzar dos
            palabras sin trabarse en una esgrima de sátiras y malicias que divertía a los circunstantes. Ya Venancio había
            comenzado a azuzarlos, como era costumbre; pero Antonio tenía aquella noche un interés especial en que no se desviara
            la conversación, y volvió a preguntar:
               –¿Cuánto tiempo hace de eso, María Nieves?
               –¿De eso...? ya te lo voy a decir... Eso fue el lunes de la semana pasada.
               –¡Aguárdate ahí! –exclamó Antonio–. Eso fue, precisamente, el día de la llegada del doctor a San Fernando.
               –¡Anda viendo, pues! –exclamó Pajarote.

               Y Venancio, saltando del chinchorro:
               –Pues yo también voy a echar mi cacho.
               –¿No lo dije? Ahora todos han mirado.
               –No es ahora que lo digo. Hace tiempo que vengo con mi tema de que por aquí están sucediendo cosas raras.
               –Es verdad –apoyó María Nieves.

               –Contá, pues. ¿Qué has mirado?
               –La verdad sea dicha, no he visto nada; pero sí he venteado. Aquello, por ejemplo, que todos vimos en la última
            vaquería.
               –¿El cabildeo del ganado?
               –¡Eso! A ninguno de los que estábamos velando allí nos pareció que aquello pudiera ser natural. ¡Ese animalaje
            arremolinado, llorando y forzando por barajustarse toda la noche! A mí nadie me quita de la cabeza que allí había algo
            dándole vuelta al paradero. Más les digo: yo escuché las pisadas y miré cómo la hierba se apretaba contra la tierra, sin

            que hubiera nadie a la vista caminando por allí. ¿Y aquello de que no hubiera forma de parar un rodeo de proporción?
            Miraba uno la sabana negrita de hacienda, y en cuanto se le metían los caballos, se regaba como fruta de maraca.
               –Eso es verdad –apoyó María Nieves–. No quedaban sino unas paraparas.
               Pero Pajarote quería decirlo todo él solo, y alzando todavía más la voz destemplada, de sabanero acostumbrado a
            hacerse oír a distancia, volvió a coger la palabra:
               –¿Se acuerda, Carmelito, de la mañana aquella en que partimos usted y yo, en junto con unos cuantos vaqueros de

            El Miedo, a cortar aquel ojeo que se nos abrió en la sabana de La Culata? Allí no fue posible que los fustaneros

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