Page 30 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   V VI I. .   E El l   r re ec cu ue er rd do o   d de e   A As sd dr rú úb ba al l                                   R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s
               –Pues, mire, don Balbino. Voy a decirle. No es que me agacho, ¿sabe? Es que el hombre es talludito y, además, se
            empina cuando hace falta.
               –Si es así, mañana lo rebajaremos un poco, para emparejarlo –concluyó Paiba, quien, por el contrario, no

            acostumbraba concederle nada al enemigo.
               El Brujeador sonrió, y luego, sentencioso:
               –Acuérdese, don Balbino, de que siempre es mejor recoger que devolver.
               –No tenga cuidado, Melquíades. Yo sabré recoger mañana lo que sembré hoy.
               Aludía al plan urdido para imponérsele a Luzardo: sonsacarle los peones, ausentarse de Altamira aquella noche, caer
            al día siguiente por allá, y, con un pretexto cualquiera, provocar un altercado con el primer peón que encontrase y
            despedirlo del trabajo, todo sin hacer caso de la presencia de Luzardo.

               Mas, como al tener una idea en la cabeza ya no podía estar tranquilo si no la divulgaba, y, además, necesitaba
            demostrarle a Melquíades que él sí se atrevía con Santos Luzardo, no se contentó con la vaga alusión a sus planes y,
            tragando de prisa el bocado, comenzó a exponerlos:
               –Mañana muy temprano va a saber el doctor Luzardo qué clase de hombre es su mayordomo Balbino Paiba.
               Pero se interrumpió para observar lo que entretanto hacía doña Bárbara.

               Acababa de servirse un vaso de agua y se lo llevaba a los labios, cuando, haciendo un gesto de sorpresa, echó atrás
            la cara y se quedó luego mirando fijamente el contenido del envase suspendido a la altura de sus ojos. En seguida la
            expresión de extrañeza fue reemplazada por otra de asombro.
               –¿Qué pasa? –interrogó Balbino.
               –Nada. El doctor Luzardo que ha querido dejarse ver –respondió, mirando siempre el agua del vaso.
               Balbino hizo un movimiento de recelo. Melquíades dio un paso hacia la mesa, y apoyando en ésta la diestra, se
            inclinó a mirar también el embrujado envase, y ella prosiguió, visionaria:
               –¡Simpático el catire! ¡Qué colorada tiene la cara! Se conoce que no está acostumbrado a los soles llaneros. ¡Y viste

            bien!
               El Brujeador se retiró de la mesa con estas frases mentales:
               –«Perro no come perro. Que te crea Balbino. Todo eso te lo dijo el peón.»
               Era, en efecto, una de las innumerables trácalas de que solía valerse doña Bárbara para administrar su fama de bruja
            y el temor que con ello inspiraba a los demás. Algo de esto sospechaba Balbino, pero, sin embargo, la cosa lo

            impresionó:
               –¡Tres Divinas Personas! –invocó entre dientes, agregando en seguida–: ¡Por sí acaso!
               Entretanto, doña Bárbara había depositado el vaso sobre la mesa, sin llevárselo a los labios, asaltada por un recuerdo
            repentino que le ensombreció la faz:
               «Era a bordo de una piragua... Lejos, en el profundo silencio, se oía el bronco mugido de los raudales de Atures...
            De pronto cantó el yacabó...»
               Transcurrieron unos instantes.

               –¿No vas a terminar de comer? –inquirió Balbino. Y la pregunta se quedó sin respuesta.
               –Si no tiene nada más que mandarme –dijo Melquíades al cabo de un rato.
               Recogió su cobija, se la echó al hombro y esperó otro rato para agregar:
               –Bueno. Con su permiso, yo me retiro. Que la pase usted bien.
               Balbino siguió comiendo solo. Luego retiró dé pronto el plato, se manoteó los bigotes y abandonó la mesa.
               Comenzó a parpadear la lámpara. Se apagó por fin. Doña Bárbara estaba todavía junto a la mesa, y su pensamiento,

            inmóvil, torvo, sombrío, en aquel momento atroz de su pasado.

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