Page 26 - Doña Bárbara
P. 26
D Do oñ ña a B Bá ár rb ba ar ra a: :: : V V. . L La a l la an nz za a e en n e el l m mu ur ro o R Ró óm mu ul lo o G Ga al ll le eg go os s
Dos mujeres que se asomaron a la puerta de la cocina a fisgonear cómo era el amo y tres peones que acudieron a
recibirlo era toda la gente que había allí.
Antonio los fue presentando por sus nombres, oficios y condiciones. A uno, de color cetrino y tres o cuatro pelos
lacios por bigotes, con estas palabras:
–Venancio, el amansador. Hijo de Ño Venancio, el quesero. ¿Se acuerda usted de Ño Venancio?
–¡Cómo no voy a acordarme! –respondió Santos–. Gente de la casa, desde tiempo inmemorial.
–Pues no tengo nada que decirle –manifestó el presentado; pero Santos volvió a ver en aquel rostro la misma
expresión de recelo que ya había descubierto en la de Carmelito.
–El cabestrero María Nieves –prosiguió Antonio, presentando al segundo, un catire retaco–. Llanero marrajo, hasta
el nombre, que parece de mujer. Ya usted se irá dando cuenta de la clase de hombre que es. Yo no le presento sino lo
bueno.
–Son favores suyos, Antonio –dijo el aludido, y dirigiéndose a Luzardo, agregó–: Aquí me tiene, pues, para lo poco
que pueda serle útil.
En cuanto al tercero, un zambo contento, canilludo y desgalichado, que todo se volvía movimientos, no tuvo tiempo
de presentarlo Antonio.
–Con su licencia, doctor. Yo me voy a presentar yo mismo, no vaya a ser cosa que mi vale Antonio le dé malas
recomendaciones, porque ya le estoy viendo la bellaquería pintada en los ojos. Soy Juan Palacios; pero me llaman
Pajarote, y así puede mentarme. No soy de la casa desde tiempo inmemorial, como usted acaba de decir, pero conmigo
puede contar para todo lo que se le ofrezca, porque yo no soy sino lo que se me ve por encima. Y con ésta, si no es
abuso, le entrego al zambo Pajarote.
Diciendo así, le tendió la mano, y Santos se la estrechó complacido en aquella ruda franqueza, tan llanera también.
–Así se habla, Pajarote –murmuró Antonio, con agradecida lealtad.
–¡Guá, zambo! Las palabras son para decirlas.
Cruzó algunas Santos con sus peones y luego se retiró a la casa, y entonces Antonio hizo estas preguntas, que no le
había parecido prudente formular en presencia de aquél:
–¿Por qué está esto tan solo? ¿Qué se han hecho los demás muchachos?
–Se fueron –respondióle Venancio–. Apenas habían partido ustedes para el Paso, ensillaron y cogieron rumbo a El
Miedo.
–¿Y don Balbino? ¿No ha estado por aquí?
–No. Pero eso es plan combinado por él. Yo había maliciado ya que estaba sonsacando a los muchachos.
–No se ha perdido gran cosa, pues toda era gente balbinera, bellaca y manguareadora –concluyó Antonio, después
de una breve cavilación.
Entretanto, molido el cuerpo por las incomodidades del largo viaje, pero con el espíritu excitado por las emociones
de aquella jornada, decisiva en su existencia, Santos Luzardo se había reclinado en el chinchorro que encontró dispuesto
para él en una de las habitaciones de la casa y analizaba sus sentimientos.
Eran dos corrientes contrarias: propósitos e impulsos, decisiones y temores.
Por una parte, lo que había sido fruto de reflexiones ante el espectáculo de la llanura: el deseo de consagrarse a la
obra patriótica, a la lucha contra el mal imperante, contra la naturaleza y el hombre, a la búsqueda de los remedios
eficaces, propósito desinteresado hasta cierto punto, pues lo que menos contaba en él era el ansia de reconquistar la
riqueza dedicándose a restaurar el hato.
Pero en aquella decisión hubo también mucho del impulsivo escapado de la disciplina del razonador, al contacto con
el medio propicio: la llanura semibárbara, «tierra de los hombres machos», como solía decir su padre, pues bastó que el
26