Page 27 - Doña Bárbara
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bonguero ponderase los riesgos que corría quien intentara oponerse a los planes de doña Bárbara para que él desistiese
de su propósito de vender el hato.
Finalmente, ¿no fue de aquel mismo contacto con el medio de donde se originó el intempestivo acceso del rencor de
familia, ante la visión del palmar de La Chusmita, y no sería esta regresión a la violencia, aunque momentánea, una
advertencia que le prevenía contra sí mismo? La vida del Llano, esa fuerza irresistible con que atrae su imponente
rudeza, ese exagerado sentimiento de la hombría producido por el simple hecho de ir a caballo a través de la sabana
inmensa, pondría en peligro la obra de sus mejores años, consagrados al empeño de sofocar las bárbaras tendencias del
hombre de armas tomar, latente en él.
Luego lo prudente era volver al propósito primitivo: vender el hato. Además, era lo que estaba de acuerdo con sus
verdaderos planes de vida, puesto que cuanto pensó a bordo del bongo tal vez no fue sino momentánea exaltación.
¿Estaba acaso preparado para la obra que se proponía? ¿Sabía realmente lo que era un hato, cómo había que manejarlo y
de qué modo corregir las deficiencias de una industria que había venido pasando a través de varias generaciones sin
perder su forma primitiva? Las líneas generales del vasto plan civilizador no podían escapársele; pero los detalles,
¿podría acaso dominarlos? Desplazada de un momento a otro su inteligencia de aquel espacio ideal de las teorías, por
donde hasta allí había discurrido, ¿daría algún resultado positivo aplicada a pormenores tan concretos y mezquinos
como tenían que ser los de la administración de una finca de aquel género? ¿No estaba ya bastante demostrada su
incompetencia por la torpeza con que hasta allí había procedido en todo lo relativo a Altamira?
Tal era la falla de aquel carácter, tan bien templado por lo demás: Santos Luzardo no sentía la presencia de las
energías que alentaban en él, se tenía miedo y exageraba la necesidad de la actitud vigilante.
La aparición de Antonio, anunciándole que ya estaba servida la mesa, lo sacó de sus cavilaciones.
–No tengo apetito –respondió.
–El cansancio, que quita las ganas –observó Antonio–. Por esta noche tiene que acomodarse a dormir en esta pieza
así como está, pues no tuvimos tiempo sino de barrerla. Mañana se procederá a darle una lechada a las paredes y a
asearla un poco más. A menos que usted disponga hacerle una reparación general a la casa, porque, verdaderamente, así
como está no puede habitarla.
–Por el momento dejémosla así. Quizá venda el hato. Dentro de un mes pasará por aquí don Encarnación Matute, a
quien le he propuesto que me compre Altamira, y si me hace una oferta aceptable, cerraré el negocio inmediatamente.
–¡Ah! ¿Conque piensa usted desprenderse de Altamira?
–Creo que es lo mejor que pueda hacer.
Antonio se quedó pensativo unos instantes, y luego dijo:
–Usted que lo ha resuelto, así le convendrá. –Y entregándole un manojo de llaves–: Aquí tiene las llaves de la casa.
Ésta, más mohosa, es la de la sala. Puede que ya ni funcione, porque esa pieza no se ha vuelto a abrir. Ahí todo está
como lo dejó el difunto, que en paz descanse.
«Tal como lo dejó el difunto. Desde la hora y punto en que el difunto lo clavó en el bahareque»...
Y la rápida asociación de aquellas dos frases de Antonio fue un instante decisivo en la vida de Santos Luzardo.
Se levantó de la hamaca, cogió la palmatoria donde ardía una vela y le dijo al peón:
–Abre la sala.
Antonio obedeció, y después de batallar un rato contra la resistencia de la cerradura oxidada, abrió la puerta, que
estaba cerrada hacia trece años.
Una fétida bocanada de aire confinado hizo retroceder a Santos: una cosa negra y asquerosa que salió de las
tinieblas, un murciélago, le apagó la luz de un aletazo.
Volvió a encenderla y penetró en la habitación seguido por Antonio.
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