Page 28 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   V VI I. .   E El l   r re ec cu ue er rd do o   d de e   A As sd dr rú úb ba al l                                   R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s
               En efecto, todo estaba allí como lo dejara don José Luzardo: la mecedora donde murió, la lanza hundida en el muro.
               Sin pronunciar una palabra, profundamente conmovido y con la conciencia de que realizaba un acto trascendental,
            Santos se acercó a la pared y, con un movimiento tan enérgico como el que debió de hacer su padre para clavar la lanza

            homicida, la retiró del bahareque.
               Era como sangre la herrumbre que cubría la hoja de acero. La arrojó lejos de sí, a tiempo que le decía a Antonio:
               –Así como he hecho yo con esto, haz tú con ese rencor que hace poco te oí expresar, que no es tuyo, por lo demás.
            Un Luzardo te le impuso como un deber de lealtad; pero otro Luzardo te releva en este momento de esa monstruosa
            obligación. Ya es bastante con lo que han hecho los odios en esta tierra.
               Y cuando Antonio, impresionado por estas palabras, se retiraba en silencio, agregó:
               –Dispón lo necesario para que mañana se proceda a la reparación de la casa. Ya no venderé Altamira.

               Volvió a meterse en la hamaca, sereno el espíritu, lleno de confianza en sí mismo.
               Y entretanto, afuera, los rumores de la llanura arrullándole el sueño, como en los claros días de la infancia: el
            rasgueo del cuatro en el caney de los peones, los rebuznos de los burros que venían buscando el calor de las humaredas,
            los mugidos del ganado en los corrales, el croar de los sapos en las charcas de los contornos, la sinfonía persistente de
            los grillos sabaneros y aquel silencio hondo, de soledades infinitas, de llano dormido bajo la luna, que era también cosa

            que se oía más allá de todos aquellos rumores...

                                                V VI I. .   E EL L   R RE EC CU UE ER RD DO O   D DE E   A AS SD DR RÚ ÚB BA AL L

               Aquella misma noche, en El Miedo.
               Cerca de la obscurecida llegó el Brujeador. Dijéronle que doña Bárbara acababa de sentarse a la mesa; pero como
            tenía cuentas que rendirle y noticias que comunicarle y, además, estaba deseoso de tumbarse a descansar, no quiso
            esperar a que ella concluyese de comer y se dirigió a la casa, todavía con su cobija al brazo.
               Mas, ya al entrar, se arrepintió de su prisa. Doña Bárbara comía acompañada de Balbino Paiba, persona con quien

            no simpatizaba. Trató de revolverse, a tiempo que ella le decía:
               –Entre, Melquíades.
               –Yo vuelvo más tarde. Siga comiendo tranquila.
               Y Balbino, con sorna, y a la vez que se enjugaba a manotadas los gruesos bigotes impregnados del caldo grasiento
            de las sopas:
               –Entre, Melquíades. No tenga miedo, que aquí no hay perros.
               El Brujeador le arrojó una mirada muy poco amistosa y replicó, mordaz:
               –¿Está seguro, don Balbino?

               Pero Balbino no entendió la reticencia, y el otro continuó, dirigiéndose a doña Bárbara:
               –Vine solamente a darle cuenta de que las bestias llegaron bien a San Francisco, y a entregarle lo suyo.
               Dejó la cobija sobre una silla, se corrió hacia adelante el bolsillo de la faja y sacó varias monedas de oro que luego
            puso apiladas en la mesa diciendo:
               –Cuente a ver si está completo.

               Balbino las miró de soslayo, y aludiendo a la costumbre de doña Bárbara de enterrar todo el oro que le caía en las
            manos, exclamó:
               –¿Morocotas? ¡Ojos que te vieron!
               Y siguió masticando el trozo de carne que le llenaba la boca; pero sin apartar de las monedas la codiciosa mirada.
               A la brusca contracción del ceño, las cejas de doña Bárbara se juntaron y se separaron en seguida, con el rápido
            movimiento del aletazo del gavilán. No acostumbraba tolerarle chanzas al amante en presencia de terceros, como

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