Page 34 - Doña Bárbara
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            enlazaran un orejano, con todo y ser muy buenas sogas. Se desvestían los lazos mejor puestos, les boleaban los caballos
            más vaqueros, les hacían de cuanto Dios crió para burlarse del diablo. Con nosotros, entre los de allá, iba el viejo don
            Torres, que es una de las mejores sogas del Arauca, y en el reparto que en la carrera nos hicimos, le tocó un bigarro,

            araguato por más señas. Iba el viejo corriendo pareado entre la costa de monte y el toro, y ya le tremolaba el lazo,
            cuando de repente el bigarro se le paró y se lo quedó mirando. Y óigame esto, compañero Antonio. Usted sabe que el
            viejo don Torres es llanero bragado y hombre de hazañas con la cimarronera de El Caribe, que es de las más bravas de
            Apure. Pues aquella mañana lo vide ponerse jipato, ¡él que es tan coloreado! No se atrevió a largar la soga, ahí mismito
            recogió su gente, y lo escuché decir:
               –«Con las ganas que tenía de enguaralarlo, no me fijé en que era el propio “Cotizudo” de Altamira. Lo que soy yo
            no abro más un lazo en esta sabana.»

               A todas éstas, Carmelito permanecía encerrado en su mutismo, y Antonio se decidió a sondearlo, preguntándole:
               –¿Qué decís tú a eso, Carmelito? ¿Es verdad lo que cuenta Pajarote?
               Pero él se limitó a responder evasivamente:
               –Yo estaba lejos, ¿sabes? O fijándome en otra cosa.
               –Todavía el hombre está encuevado –murmuró Antonio.

               A tiempo que Pajarote decía:
               –Permita Dios que no pueda decir más embustes si no es como lo he contado. Y lo del «Cotizudo» no me lo crean a
            mí, si no quieren; pero también mi vale María Nieves lo ha visto, y él tiene fama de no decir mentiras. Y eso de que esté
            apareciendo otra vuelta el familiar significa que ya se le van acabar los poderes a la bruja y que ahora nos toca a
            nosotros los altamireños echar suertes. De modo y manera que diga topo, vale Carmelito, porque si no, no le pagan la
            parada.
               Carmelito cambió la posición en el chinchorro y replicó, ásperamente:
               –¿Hasta cuándo irán a estar ustedes con eso de los poderes de doña Bárbara? Lo que pasa es que esa mujer es de

            pelo en pecho, como tienen que serlo todos los que pretenden hacerse respetar en esta tierra.
               –¡Vaya! Ya el enfermo empieza a botar para afuera los malos humores –se dijo Antonio.
               Y Pajarote, intencionadamente:
               –En eso del pelo en pecho tiene usted mucha razón, Carmelito; pero, óigame lo que le voy a decir: no sólo los que
            andan enseñándolo son los que lo tienen, porque a muchos puede ser que les convenga tapárselo, y para eso están los

            trapos. Ahora, que doña Bárbara es faculta en brujerías, eso nadie lo puede negar. Y si quiere convencerse, óigame
            también esto, que conforme me lo echaron, ansina se lo voy a echar.
               Escupió por el colmillo y prosiguió:
               –Hace cosa de unos siete días, de madrugadita, cuando ya unos cuantos miedeños se preparaban para salir a parar un
            rodeo en las sabanas de Corozal, que usted sabe que son de las más cazadoras que hay por todo esto, se asomó doña
            Bárbara a la ventana de su cuarto, también en paños menores, y les dijo: «No pierdan su tiempo, porque hoy no se
            cojera ni un maute.» A pesar de eso, como ya estaban a caballo, los peones salieron. Y resultó como ella lo había dicho:

            ni un maute pudieron arrear por delante. No había ni una res en aquellos comederos, que siempre están cuajaditos de
            hacienda.
               Hizo una breve pausa y continuó:
               –Pero eso no es nada todavía. Ahora viene lo mejor. Días después, cosa de trasanteayer, cuando apenas comenzaban
            a menudear los gallos, dispertó a los peones diciéndoles: «Ensillen ligero y salgan ahora mismo. En las sabanas de
            Lagartijera está una rochela de cimarrones. Son setenta y cinco reses, y todas van a caer suavecitas.» Y como lo dijo,




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