Page 45 - Doña Bárbara
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Al ver la cantidad de aguardiente que se servía, Santos trató de impedírselo; pero era tal la pestilencia del aire
confinado allí dentro, que no pudo pasar del umbral. Además, ya Lorenzo se empinaba el vaso y a grandes tragos
apuraba el contenido.
Luego, haciendo un ademán de niño que todavía no sabe emplear la mano, se enjugó los bigotes restregándoselos
con el antebrazo, cogió un butaque y una silla de pringoso asiento de cuero crudo, y salió diciendo:
–¡Conque un Luzardo en la casa de un Barquero! Y todavía viven los dos. ¡Loa únicos que quedan!
–Te suplico que...
–No. Ya me lo has dicho. Ya lo sé... El Luzardo no viene a matar, y el Barquero ofrece el mejor asiento que tiene:
esta silla. Siéntate. Y se sienta él en este butaque. Así.
El asiento, sumamente bajo, lo obligaba a replegar las piernas y apoyar los brazos sobre las rodillas, péndulas las
temblorosas manos, en una posición grotesca que hacía más repulsiva aún la miseria de su organismo, y por todo traje
llevaba unos mugrientos calzones de los que el llanero llama «de uña de pavo», abiertos por los lados hasta las rodillas,
y una camiseta de listado, a través de cuyos agujeros salíanle los vellos del pecho.
Ante el espectáculo de aquella repugnante ruina. Santos tuvo un instante de terror fatalista. Aquello que estaba por
delante de él había sido un hombre en quien se habían puesto orgullos, esperanzas y amores.
Por hacer algo que justificara el hablarle sin mirarlo, sacó un cigarrillo, y mientras lo encendía, díjole:
–Es la segunda vez que nos vemos, Lorenzo.
–¿La segunda? –repitió interrogativamente el ex hombre, con una expresión de penoso esfuerzo mental–. ¿Quieres
decir que nos conocíamos ya?
–Sí. Hace ya algunos años. Yo tendría ocho, apenas. Lorenzo se enderezó bruscamente para replicar:
–¿Yo en tu casa? No habría comenzado todavía la...
–No –interrumpió Santos–. Aún no había estallado la discordia entre nosotros.
–Entonces, ¿vivía mi padre todavía?
–Sí. Y en casa, lo mismo que en la tuya, todos hacían grandes elogios de ti, de tu extraordinaria inteligencia, que era
el orgullo de la familia.
–¿Mi inteligencia? –interrogó Lorenzo, como si le hablaran de algo que nunca hubiera poseído–. ¡Mi inteligencia! –
repitió exclamativamente una y otra vez, pasándose las manos por la cabeza con atormentado ademán, y finalmente,
clavando en Santos una mirada suplicante–: ¿Por qué vienes a hablarme de eso?
–Un recuerdo repentino que acaba de asaltarme –respondió Santos, disimulando la intención de provocar en aquel
espíritu envilecido alguna reacción saludable–. Yo era un niño, pero a fuerza de oír cómo te elogiaban todos en la
familia y, especialmente mamá, que no se quitaba de la boca un «aprende de Lorenzo» cada vez que quería
estimularme, me había formado de ti la más alta idea que puede caber en una cabeza de ocho años. No te conocía, pero
vivía pensando en «aquel primo que estudiaba en Caracas para doctor» y no había palabras, modales o gestos usuales
tuyos de que oyera hablar sin que inmediatamente comenzara a copiártelos, ni recuerdo haber experimentado en mi
niñez una emoción tan profunda como la que experimenté cuando un día me dijo mi madre: «Ven para que conozcas a
tu primo Lorenzo.» Podría reconstruir la escena: me dirigiste esas tres o cuatro preguntas que se le hacen a los
muchachos cuando nos los presentan, y a propósito de que papá te dijo, seguramente con un orgullo muy llanero, que yo
era ya «bueno de a caballo», le respondiste con un largo discurso que me pareció música celestial, tanto porque no lo
entendía –¡imagínate!– como porque siendo tuyas aquellas palabras, tenían que ser para mí la elocuencia misma. Sin
embargo, me impresionó una de las frases: «Es necesario matar al centauro que todos los llaneros llevamos por dentro»,
dijiste. Yo, claro está, no sabía qué podía ser un centauro, ni mucho menos lograba explicarme por qué los llaneros lo
llevábamos por dentro; pero la frase me gustó tanto y se me quedó grabada de tal manera, que –tengo que confesártelo–
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