Page 50 - Doña Bárbara
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–Todavía falta –replicó Santos–. No me has mostrado tus ojos. Déjame verlos. ¡Ah! Ya comprendo por qué no te
atreves a abrirlos en mi presencia. Eres bizca, seguramente. Los tendrás muy feos.
–¡Bizca yo! Aguaite.
E incorporándose, animosa, abrió los hermosos ojos, que eran lo más bello de su rostro, y se quedó mirándolo, sin
pestañear, mientras él volvía a exclamar:
–¡Es preciosa esta criatura!
–Váyase, pues –repitió Marisela, cubierta de rubor bajo la pringue del rostro, pero sin dejar de mirarlo.
–Aguarda. Voy a decirte en seguida la primera de esas lecciones que me has pagado anticipadamente.
Bajó del caballo, se acercó a la muchacha, cuyos negros ojazos expresaron un temor suplicante, y la obligó a
levantarse, tomándola por un brazo y diciéndole:
–Ven acá, primita. Voy a enseñarte para qué sirve el agua. Eres linda, pero lo serías mucho más si no te abandonaras
tanto.
Repuesta de un instintivo temor, por el tono sin sombra de malicia con que le hablara aquel hombre perteneciente a
un mundo diferente del que ella conocía, Marisela se dejó conducir hasta el borde de una charca de agua clara que había
en la orilla del tremedal, ocultando el rostro bajo el brazo libre y riendo, entre avergonzada y complacida.
Llegados junto a la charca. Santos la hizo inclinarse, y tomando el agua en el hueco de sus manos, comenzó a lavarle
los brazos y luego la cara, como hay que hacer con los niños, mientras le decía:
–Aprende y cógele cariño al agua, que te hará parecer más bonita todavía. Hace mal tu padre en no ocuparse de ti
como mereces; pero es pecado contra la naturaleza, que te ha hecho hermosa, el que cometes con ese abandono de tu
persona. Por lo menos, limpia deberías estar siempre, ya que la tierra no te niega el agua. Haré que te traigan ropas
decentes para que te cambies esa que ni siquiera te cubre, y un peine para que te arregles el cabello, y zapatos para que
no andes descalza. ¡Así! ¡Así! ¿Cuánto tiempo haría que no te lavabas la cara?
Marisela abandonaba el rostro al frescor del agua, apretados los labios, cerrados los ojos, estremecida la carne
virginal bajo el contacto de las manos varoniles. Luego Santos, a falta de toalla, sacó un pañuelo para en jugar fe la
cara, y hecho esto, la obligó a levantar la cabeza, tomándola de la barbilla. Ella abrió los ojos y mirándolo, mirándolo,
se le fueron cuajando de lágrimas.
–Bien –díjole Santos–. Ahora te regresas a tu casa. Yo te acompañaré, porque no es prudente que andes sola por
estos lugares a estas horas.
–No. Yo me iré sola –replicó ella–. Váyase usted primero.
Y era otra voz aquella con que ahora hablaba.
*
Las manos le lavaron el rostro y las palabras le despertaron el alma dormida. Advierte que las cosas han cambiado
de repente. Que ella misma es otra persona.
Siente la limpieza de su piel y oye que dicen: –¡Qué bonita eres, criatura! –y la asalta la curiosidad de conocerse.
¿Cómo serán sus ojos y su boca y el modelado de sus facciones? Se pasa las manos por la cara, se palpa las mejillas, se
acaricia, se moldea a sí misma, para que las manos le digan cómo es Marisela.
Pero las manos sólo le dicen:
–Somos ásperas y no sentimos nada. Las chamizas, las espinas, nos han endurecido la piel.
¿Por qué no se sentirá la propia belleza, como se sienten los dolores?
Le ha dejado dos cosas tiernas.
La frescura del agua en las mejillas, que ahora le están produciendo sensaciones desconocidas. ¡Sí se siente la
belleza! Estas sensaciones nuevas y tiernas no pueden tener otra causa. Así debe de sentir el árbol, en la corteza
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