Page 10 - Sermon 21
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cosa es sino el amor de Dios, porque él nos amó primero, y el amor a toda la humanidad por amor a él?
¿Y qué es esta paz, la paz de Dios, sino esa calma y serenidad del alma, ese dulce reposar en la sangre de Jesús, que nos deja sin dudas de que hemos sido aceptados en él, que excluye todo temor, excepto el amoroso y filial temor de ofender a nuestro Padre que está en los cielos?
Este reino interior implica también gozo en el Espíritu Santo, que sella en nuestros corazones la redención que es en Jesús, la justicia de Cristo imputada a nosotros para la remisión de los pecados pasados. Quien nos da ahora las arras de nuestra herencia, la corona que el Señor, juez justo, dará en aquel día. Y esto bien pudiera llamarse el reino de los cielos, siendo que los cielos se abren ya en el alma, el primero de esos ríos de gozo que fluyen para siempre de la mano derecha de Dios.
«De ellos es el reino de los cielos.» Quienquiera que seas tú, a quien Dios le ha concedido ser pobre en Espíritu, sentirte perdido, aquí se te concede el derecho, a través de la promesa gratuita de aquel que no puede mentir. Ha sido adquirida para ti con la sangre del Cordero. Estás muy cerca. Estás a sus puertas. Un paso más y entrarás en el reino de justicia, paz y gozo. ¿Eres preso del pecado? He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. ¿Estás lleno de impiedad? Busca a tu abogado para con el Padre, Jesucristo el justo. ¿No puedes borrar la culpa siquiera del más pequeño de tus pecados? El es la propiciación por nuestros pecados. Cree en el Señor Jesucristo y serán borrados todos tus pecados. ¿Estás completamente manchado de cuerpo y alma? Aquí está el manantial para la purificación del pecado y de la inmundicia. Levántate...y lava tus pecados. No vaciles más dudando esta promesa. Da gloria a Dios. ¡Atrévete a creer! Clama desde el fondo de tu corazón:
Si, al fin vengo a rendirme Y acepto tu preciosa sangre; Con todos mis pecados acójeme a ti, mi Dios y Redentor.
Entonces aprenderás de él a ser humilde de corazón. Esta es la verdadera y genuina humildad cristiana, que brota de la conciencia del amor de Dios con quien nos hemos reconciliado por medio de Jesucristo. La pobreza de espíritu, en este sentido de la palabra, principia donde el sentido de culpa y de la ira de Dios termina. Es un sentimiento continuo de nuestra dependencia total en él para cada buen pensamiento, o palabra o acción, y de nuestra completa incapacidad de hacer el bien, a no ser que él nos ayude cada momento. Y es odio a la alabanza de los humanos, sabiendo que ésta pertenece sólo a Dios. A esto se añade una vergüenza amorosa, una tierna humillación delante de Dios, por los pecados que sabemos nos ha perdonado y por los pecados que todavía permanecen en nuestros corazones, aunque sabemos que no serán motivo para nuestra condenación. Sin embargo, la convicción que tenemos del pecado innato es más profunda cada día. Mientras más crecemos en la gracia más compungidos nos sentimos por la iniquidad de nuestro corazón. Mientras más avanzamos en el conocimiento y amor de Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo (un gran misterio para quienes no conocen el poder de Dios para salvación), más comprendemos nuestra separación de Dios, la enemistad que hay en nuestra mente carnal y la necesidad de una completa renovación de nuestro ser en justicia y verdadera santidad.





























































































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