Page 11 - Sermon 21
P. 11
Es muy cierto que quien empieza a conocer el reino interior de los cielos apenas tiene una idea de esto. «Dije yo en mi prosperidad no seré jamás conmovido; porque Tú, oh Señor, por tu benevolencia has asentado mi monte con fortaleza». Ha hollado tanto el pecado bajo sus pies que no puede creer que todavía permanezca en él. La tentación ha callado, ya no tiene voz; no se acerca, permanece a la distancia. El creyente se alza en los brazos del gozo y del amor. Se levanta como sobre alas de águilas. Pero nuestro Señor sabe bien que este estado de triunfo frecuentemente no dura mucho. Por esta razón dice: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación».
No que nos imaginemos que estas promesas pertenecen únicamente a quienes lloran por alguna causa mundanal, quienes sufren y padecen simplemente debido a algún problema mundano, como la pérdida de su reputación o de sus amigos, o la mengua de su fortuna. Tampoco se refiere a quienes se afligen, temerosos de algún mal en las cosas temporales; quienes languidecen por sus ansiedades, o codician las cosas terrenales, lo que es tormento del corazón. No pensemos que los tales han de recibir cosa alguna del Señor, quien no forma parte de sus pensamientos. Por esta razón ciertamente en tinieblas anda el hombre; ciertamente en vano se inquieta. Dijo el Señor: «de mi mano os vendrá esto; en dolor seréis sepultados».
Los que lloran, a quienes se refiere aquí nuestro Señor, lloran por una razón muy diferente: lloran deseando a Dios, deseando a aquel en quien se alegraron con gozo inefable cuando les dio a gustar la buena palabra de perdón. Pero ahora escondes tu rostro, se turban. No lo pueden ver a través de la negra nube. Y, sin embargo, ven que la tentación y el pecado—que ellos imaginaban gozosamente que se habían ido para no regresar nunca—se presentan de nuevo de repente, atacándolos por todos lados. No es de extrañar que su alma se inquiete dentro de ellos, llenándolos de angustia y pesar, ni que su gran enemigo aproveche la ocasión para preguntar: «¿Dónde está tu Dios?» ¿En dónde está ahora esa bienaventuranza de que hablas, el principio del reino de los cielos? ¿Dijo Dios: «tus pecados te son perdonados?» Ciertamente Dios no lo dijo. Fue un sueño, una ilusión, una criatura de tu propia imaginación. Si tus pecados han sido perdonados, ¿por qué te encuentras así? ¿Puede un pecador perdonado ser tan impuro? Y, entonces, si en lugar de clamar a Dios inmediatamente, se ponen a discutir con el que es más sabio que ellos, tendrán una pesadumbre y dolor de corazón, una angustia que no se puede expresar. Aun cuando Dios brilla de nuevo en el alma y borra toda duda de su misericordia pasada, todavía aquel cuyo corazón es débil en la fe puede ser tentado y atribulado por lo que pueda suceder en el futuro, especialmente cuando el pecado interior revive y lo acecha sin descanso para hacerlo caer. Entonces podría exclamar:
Un pecado me domina: el temor.
Que cuando llegue a la ribera, allí perezca.
No sea que naufrague mi fe, y mi postrera condición venga a ser peor que la primera:
Que todo el pan de la vida me llegue a faltar, y caiga mi alma al infierno sin cambiar.