Page 30 - Nuestras Guerras
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MANOLO. Pronto. Ya verás. Pero no vayas a pensar que viajar me gusta mucho. PABLO. Pues mira que lo has hecho.
MANOLO. Sí. Pero ya me cansé. O no sé. A lo mejor viajar solo me deprime. Quizás cada vez pega más esto de la melancolía. Dicen que es enfermedad de viejos.
PABLO. Hombre, para viejo, yo. Tú tienes sesenta años.
MANOLO. Ya sesenta y tres. (Pausa. Sonríe.) Tenerte enfrente, aquí, en un aeropuerto, me recuerda a mi papá cuando viajé a París y lo dejé tan solito en Barcelona, en el 68.
PABLO. Bueno, solo, no. Estaba con nosotros.
MANOLO. Sí. Y después se fue al pueblo. Para preguntar por Marcelino antes de que yo lo alcanzara en Madrid ya para regresarnos.
PABLO. Fue muy feliz en esos días. Puedes estar seguro. En Barcelona charló mucho con mi padre.
MANOLO. ¿Y de qué hablaban los dos viejos?
PABLO. No lo sé. Se iban solos. Paseaban. Charlaban tomados del brazo por el Paseo de San Juan. O callaban juntos. Se decían cosas. Las suyas. Charlaban.
MANOLO. Pero nadie los escuchaba. (Pausa) ¿Por qué el Paseo de San Juan? PABLO. Hombre. Les gustaría.
MANOLO. ¿Estaba cerca de tu casa?
PABLO. A una estación del metro.
MANOLO. Hay un gran pintor de aquí, también refugiado español, Vicente Rojo. PABLO. ¿Hijo del general?
MANOLO. Sobrino o hijo, no lo sé bien a bien. Tiene una serie de cuadros de gran formato sobre los bombardeos desde el Paseo de San Juan. Sí, de Barcelona. Tal como él los recuerda de niño. A lo mejor hablaban de eso mismo.
PABLO. Pues, eso. Quizás también del pueblo. MANOLO. O de la mamá de Marcelino, ¿Angelita?




















































































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