Page 9 - Cementerio de animales
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el consumo podía considerarse razonable), con tres grandes habitaciones en la planta
baja y cuatro en el piso y un espacioso cobertizo en el que, con el tiempo, podían
hacerse más habitaciones: todo ello, rodeado por un manto de césped, verde y jugoso
incluso con el calor de agosto. Detrás de la casa había una gran explanada en la que
podrían jugar los niños y, más allá, el bosque que parecía no acabar nunca. Según le
dijo el corredor de fincas, la propiedad lindaba con tierras del Estado, en las que no se
iba a edificar en mucho tiempo. Los restos de la tribu de los indios micmacs
reclamaban casi tres mil doscientas cincuenta hectáreas en Ludlow y ciudades
situadas al este de la región, y el complicado litigio, en el que intervenían las
autoridades federales además de las del Estado, podía prolongarse hasta más allá del
año 2000.
Rachel dejó de llorar bruscamente y se irguió en el asiento.
—¿Es ésta…?
—Esta es. —Louis estaba intranquilo; mejor dicho, estaba preocupado. Bueno, en
realidad se sentía francamente angustiado. Por aquella casa había hipotecado él doce
años de su vida. No acabaría de pagarla hasta que Eileen tuviera diecisiete años, una
edad increíble.
Louis tragó saliva.
—¿Qué te parece?
—Me parece preciosa —dijo Rachel. Y a él se le quitó un peso de encima. Ella
era sincera; se le notaba por su forma de mirarla mientras daban la vuelta por el
camino asfaltado, y de recorrer con los ojos las ciegas ventanas como si ya pensara en
cortinas, forros de armarios y cosas así.
—¿Papá? —dijo Ellie desde el asiento trasero. También ella había dejado de
llorar. Hasta Gage estaba callado. Louis saboreaba el silencio.
—¿Qué quieres, cielo?
Por el retrovisor, Louis veía los ojos castaños y el pelo rubio oscuro de su hija que
contemplaba la casa, el césped, el tejado de otra casa que asomaba a lo lejos, hacia la
izquierda, y el prado que llegaba hasta el bosque.
—¿Es ésta nuestra casa?
—Lo será, tesoro.
—¡Hurra! —gritó ella, y casi le dejó sordo. Y Louis, que a veces se irritaba
bastante con su hija, se dijo que no le importaba en absoluto no llegar a poner los pies
en Disney World, Orlando.
Detuvo el coche delante del cobertizo y quitó el contacto.
El motor crepitó suavemente. En el silencio, que parecía inmenso para quienes
venían de Chicago y estaban habituados al ajetreo de State Street y del bucle, un
pájaro cantaba a la luz del atardecer.
—Nuestra casa —murmuró Rachel, contemplando la escena.
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