Page 12 - Cementerio de animales
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no ha dolido nada. Tienes que ser valiente, Ellie.
               —¡Sí que duele! Dueleee…
               A Louis se le iba la mano y se asió el muslo con fuerza.

               —¿Tienes las llaves? —preguntó Rachel.
               —No  las  encuentro  —dijo  Louis  cerrando  el  estuche  y  poniéndose  en  pie…
           Ahora yo…

               Gage empezó a gritar. No lloraba, sino que berreaba y se debatía en los brazos de
           Rachel.
               —¿Qué  tiene  el  niño?  —gritó  Rachel,  casi  echándoselo  encima.  Al  parecer,

           pensaba Louis, ésta era una de las ventajas de haberse casado con un médico: cada
           vez que el crío se pone a morir, no tienes más que pasárselo a tu marido—. Louis,
           ¿qué…?

               El niño se restregaba el cuello, chillando como un energúmeno. Louis lo puso
           boca abajo y vio que tenía un bulto blanco debajo de la oreja. Y vio algo más: en el

           tirante del mono había algo peludo que se agitaba ligeramente.
               Eileen, que había empezado a calmarse, se puso a gritar otra vez: «¡Una abeja!
           ¡UNA ABEEEEJA!» Dio un salto atrás y tropezó con la misma piedra que le había
           desollado la rodilla, cayó sentada y empezó a llorar, del dolor y del susto.

               «Voy a volverme loco —pensó Louis con extrañeza— ¡Auuuuuu!»
               —¡Pero haz algo, Louis! ¿Es que no piensas hacer nada?

               —Tiene que sacar el aguijón —dijo a su espalda una voz grave—. Es el truco.
           Sacar el aguijón y echarle un poco de levadura para bajar la hinchazón. —Pero la voz
           tenía  un  acento  local  tan  cerrado  que  Louis,  cansado  y  aturdido  como  estaba,  no
           acertaba  a  traducir  el  dialecto:  «Saca  l'aguijong  y  ponel'le  levaúra  pabajá

           l'hinchazong.»
               Louis  volvió  la  cabeza  y  vio  a  un  hombre  robusto  de  unos  setenta  años,  bien

           llevados,  con  mono  de  peto  y  camisa  de  algodón  por  la  que  asomaba  un  cuello
           surcado de profundos pliegues y arrugas. Tenía la cara tostada por el sol y fumaba un
           cigarrillo  sin  filtro.  Cuando  Louis  le  miró,  el  hombre  aplastó  el  cigarrillo  entre  el
           pulgar y el índice y, pulcramente, se lo echó al bolsillo. Extendió las manos y sonrió

           con  la  boca  torcida…  y  a  Louis  le  gustó  enseguida  la  sonrisa,  aunque  él  no  era
           hombre que se encariñara con las personas a primera vista.

               —No crea que trato de enseñarle su oficio, doctor —dijo. Y así conoció Louis a
           Judson Crandall, el hombre que debió ser su padre.
















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