Page 34 - El Misterio de Salem's Lot
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de ese amor, como si fueran las paredes acolchadas de una celda. La verdad del amor
de sus padres hacía que fuera imposible mantener una discusión en la que pudieran
plantear posiciones y despojaba de sentido a cuanto había sucedido antes de que
comenzasen a no estar de acuerdo.
—Bueno —dijo suavemente la señora Norton. Apagó el cigarrillo en la boca de la
perca y lo dejó en la barriga.
—Voy a mi habitación —dijo Susan.
—Está bien. ¿Podré leer el libro cuando lo termines?
—Si quieres...
—Me gustaría conocerle —expresó la señora Norton.
Susan separó las manos encogiéndose de hombros.
—¿Volverás tarde esta noche?
—No lo sé.
—¿Qué le digo a Floyd Tibbits si llama?
El enojo volvió a apoderarse de Susan.
—Dile lo que quieras —hizo una pausa—. Es lo que harás de todos modos.
—¡Susan!
La muchacha subió por las escaleras sin mirar hacia atrás.
La señora Norton permaneció donde estaba mirando por la ventana hacia el
pueblo, pero sin verlo. En el piso de arriba se oyeron los pasos de Susan y después el
chirrido del caballete al correrlo.
Se levantó y se puso otra vez a planchar. Cuando pensó que Susan estaría
totalmente sumergida en su trabajo (aunque no fue más que una idea apenas
consciente en un rincón de su mente) se dirigió al teléfono de la despensa y llamó a
Mabel Werts. Durante la conversación comentó que Susan le había contado que un
escritor famoso estaba en el pueblo. Mabel resopló y dijo «claro, te referirás al
hombre que escribió La hija de Conway», y la señora Norton asintió. Mabel añadió
que eso no era escribir sino pura y simplemente hacer libros pornográficos. La señora
Norton le preguntó si el escritor estaba alojado en un motel o...
En realidad, se alojaba en el pueblo, en la casa de Eva, la dueña de la única
pensión de la localidad. Se sintió profundamente aliviada. Eva Miller era una viuda
decente que no se andaba con rodeos. Sus normas respecto a subir mujeres a las
habitaciones eran simples y estrictas. «Si es su madre o su hermana, de acuerdo. Si
no, se pueden sentar en la cocina.» Y sobre eso no había discusiones.
Quince minutos más tarde, después de disimular sagazmente su principal objetivo
hablando de otros chismorreos, la señora Norton cortó la comunicación.
«Susan —pensaba mientras volvía a la tabla de planchar—. Oh, Susan, lo único
que quiero es lo mejor para ti. ¿No puedes comprenderlo?»
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