Page 386 - El Misterio de Salem's Lot
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jockey de la emisora advirtió a los conductores que apagaran las colillas, y después
           puso un disco con una canción sobre un hombre que iba a saltar desde una torre por
           amor.

               Siguieron por la carretera 12 hasta pasar el cartel de turismo y se encontraron en
           Jointner Avenue. Ben vio que el semáforo no estaba encendido. Ya no se necesitaban
           luces de advertencia.

               Después entraron en el pueblo. Lo atravesaron con lentitud, y Ben sintió que el
           antiguo  miedo  volvía  a  descender  sobre  él,  como  una  vieja  chaqueta  que  uno
           encuentra  en  el  ático  y  que  le  queda  estrecha,  pero  todavía  le  sirve.  Mark  iba

           rígidamente sentado junto a él, con un frasco de agua bendita que había traído desde
           Los Zapatos. Se lo había dado el padre Gracon, como presente de despedida.
               Con el miedo, volvieron los recuerdos, casi desgarradores.

               El  drugstore  de  Spencer  había  pasado  a  manos  de  un  tal  La-Verdiére,  pero  no
           parecía que anduviera mejor. Los escaparates cerrados estaban sucios y vacíos. La

           parada  de  autobuses  Greyhound  había  desaparecido.  En  el  ventanal  del  Café
           Excellent,  un  letrero  torcido  anunciaba  que  estaba  en  venta,  y  todos  los  taburetes
           instalados  frente  a  la  barra  habían  sido  retirados,  sin  duda  para  llevarlos  a  más
           prósperos  lugares.  Al  seguir  por  la  calle  vieron  que  sobre  lo  que  había  sido  la

           lavandería, el mismo cartel seguía proclamando «Barlow y Straker Antigüedades»,
           pero ahora las letras doradas estaban manchadas de herrumbre y hablaban inútilmente

           a las aceras vacías. El escaparate estaba vacío; la gruesa alfombra, sucia. Ben pensó
           en Mike Ryerson y se le ocurrió si seguiría durmiendo en la caja en la trastienda. Al
           pensarlo sintió que la boca se le secaba.
               Ben disminuyó la marcha en la encrucijada. Por la colina se veía la casa de los

           Norton, con el césped crecido y amarillento delante, y también en el fondo, donde
           Bill Norton había construido la barbacoa de ladrillo. Algunas ventanas estaban rotas.

               Un  poco  más  adelante,  detuvo  el  coche  para  mirar  el  parque.  El  monumento
           presidía el desordenado crecimiento de arbustos y malezas. La piscina de los niños
           estaba invadida por las plantas acuáticas del verano. En los bancos, la pintura verde
           se descascarulaba. Las cadenas de los columpios se habían enmohecido, y si alguien

           hubiera querido columpiarse en ellos, los ásperos chirridos habrían sido lo bastante
           desagradables para estropear la diversión. El tobogán se había desplomado y elevaba

           rígidamente las patas, cómo un antílope muerto. Y colgaba de un ángulo del cuadrado
           de arena, con un brazo pendiente flojamente sobre la hierba, había una muñeca de
           trapo. Los botones que le servían de ojos parecían reflejar un horror negro e insípido,

           como  si  hubieran  visto  todos  los  secretos  de  las  tinieblas  durante  su  larga
           permanencia en aquel cuadrado de arena. Y tal vez fuera así.
               Al levantar los ojos, Ben vio la casa de los Marsten, siempre con los postigos

           cerrados, vigilando el pueblo con desvencijada malevolencia. Ahora era inofensiva,




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