Page 387 - El Misterio de Salem's Lot
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pero ¿por la noche?
               Las lluvias debían de haberse llevado la hostia con que Callahan la había sellado.
           Y si ellos querían podía volver a pertenecerles, como un santuario, como un faro de

           las  tinieblas  que  dominara  ese  pueblo  muerto  y  esquivo.  Ben  se  preguntó  si  se
           reunirían  allí.  ¿Vagaban,  mortalmente  pálidos,  por  los  pasillos  al  anochecer,
           celebrando sus algazaras, sus siniestros servicios al amo de su amo?

               Sintió frío y apartó los ojos.
               Mark estaba mirando las casas. En la mayor parte de ellas, las cortinas estaban
           corridas;  en  otras,  las  ventanas  descubiertas  dejaban  ver  habitaciones  vacías.  Eran

           peores que las que se mantenían decentemente cerradas, pensó Ben. Parecían mirar a
           esos intrusos diurnos con la mirada vacía de los retrasados mentales.
               —Están en esas casas —dijo Mark—. Ahora mismo, en todas esas casas. Detrás

           de las cortinas, en las camas, en los armarios, en los sótanos, debajo de los suelos.
           Escondidos.

               —Tómatelo con calma —le aconsejó Ben.
               El  pueblo  desapareció  a  sus  espaldas.  Ben  tomó  por  Brooks  Road  y  siguieron
           hasta pasar la casa de los Marsten, con sus postigos desvencijados.
               Mark le señalaba algo, y Ben miró. A través del césped habían ido abriendo una

           senda, que llevaba desde el porche al camino. Cuando la hubieron pasado, Ben sintió
           que algo se le aflojaba en el pecho. Ya habían hecho frente a lo peor, que quedaba a

           espaldas de ellos.
               Después de enfilar Burns Road, no muy lejos del cementerio de Harmony Hill,
           Ben  detuvo  el  coche  y  los  dos  descendieron.  Juntos,  se  internaron  en  el  bosque.
           Malezas y ramitas se rompían bajo sus pies, ásperamente, con un chasquido seco.

           Había un olor denso, y se oía el chirrido de las últimas cigarras. Los dos subieron a
           una pequeña prominencia, una especie de loma desde donde se dominaba el espacio

           entre los bosques por donde corrían los cables de alta tensión de la Central de Maine,
           oscilantes bajo la fresca brisa de ese día. Algunos arboles empezaban a colorearse.
               —La gente de esa época dice que es aquí donde empezó —dijo Ben—, allá por
           1951.  Soplaba  el  viento  del  oeste.  Ellos  piensan  que  tal  vez  alguien  arrojó  un

           cigarrillo. Un cigarrillo, nada más. Y el incendio se extendió por los pantanos sin que
           nadie pudiera detenerlo.

               Sacó del bolsillo un paquete de Pall Mall, miró pensativamente el emblema —in
           hoc signo vinces— y después desgarró la cubierta de celofán. Encendió uno y arrojó
           la cerilla. El cigarrillo le sabía sorprendentemente bueno, aunque hacía meses que no

           fumaba.
               —Ellos  tienen  sus  lugares  —reflexionó—.  Pero  podrían  perderlos.  Muchos  de
           ellos podrían resultar muertos... o destruidos. Pero no todos. ¿Comprendes?

               —Sí —dijo Mark.




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