Page 8 - El Misterio de Salem's Lot
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y aunque al muchacho no parecía perjudicarle demasiado el hecho de no ir al colegio
           (era un chico despierto y con afición a los libros, como también lo había sido él), no
           creía  que  ayudarle  a  olvidar  Salem's  Lot  pudiera  hacerle  ningún  bien.  A  veces,

           durante la noche, gritaba en sueños y arrojaba las mantas al suelo.
               Recibieron una carta de Nueva York. El agente le comunicaba que la editorial
           Random House le ofrecía doce mil dólares de adelanto y que casi había cerrado un

           trato con un Club de Lectores.
               Sin duda parecía interesante.
               El hombre dejó su trabajo en la gasolinera y, junto con el muchacho, cruzaron la

           frontera.



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               Los  Zapatos  (un  nombre  que  por  absurdo  resultaba  secretamente  atractivo  al
           hombre) era una pequeña aldea situada no lejos del océano. Estaba bastante libre de
           turistas. No tenía una buena carretera, ni vista al mar (para ello había que seguir unos
           ocho  kilómetros  más  hacia  el  oeste)  ni  lugares  históricos  de  interés.  Además,  la

           taberna local estaba plagada de cucarachas y la única prostituta era una abuela de
           cincuenta años.

               Al dejar atrás Estados Unidos su vida se llenó de una quietud casi extraterrena.
           Pocos aviones sobrevolaban sus cabezas, no había autopistas de peaje y nadie tenía
           una cortadora de césped eléctrica (ni se preocupaba por tenerla) en ciento cincuenta

           kilómetros a la redonda. Tenían una radio que no emitía más que una sucesión de
           ruidos carentes de significado; todos los noticiarios se transmitían en español, que el
           chico  empezaba  a  entender  pero  que  para  el  hombre  era  y  seguiría  siendo

           incomprensible. Parecía no existir otra música que la ópera. Por las noches, a veces
           sintonizaban  una  emisora  de  música  pop  desde  Monterrey,  frenética  con  las
           inflexiones de Wolfman Jack, pero la onda aparecía y desaparecía. El único ruido de

           motor era el de un viejo Rototiller, propiedad de uno de los granjeros locales. Cuando
           el viento soplaba en esa dirección, el sonido entrecortado les llegaba débilmente a los
           oídos, como un espíritu inquieto. Sacaban a mano el agua del pozo.

               Un par de veces al mes (no siempre juntos) oían misa en la pequeña iglesia de la
           aldea. Ninguno de los dos entendía el significado de la ceremonia, pero iban de todas
           formas. A veces, el hombre dormitaba en el calor sofocante al ritmo familiar de las

           plegarías  y  de  las  voces  que  las  formulaban.  Un  domingo,  el  muchacho  salió  al
           destartalado  porche  del  fondo,  donde  el  hombre  había  empezado  a  escribir  otra
           novela, y con voz vacilante le dijo que había hablado con el sacerdote para que le

           admitieran  en  la  fe  de  su  iglesia.  El  hombre  hizo  un  gesto  de  asentimiento  y  le




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