Page 317 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Pero ¿se repetirán las circunstancias favorables? Lo dudo; la Historia no reincide. Las
               fuerzas interiores disgregadoras del Islam, la afirmación de los países y de las naciones, son
               demasiado potentes como para dar paso a una unión religiosa.  Ah, sí: si nos uniéramos
               dominaríamos el mundo. Y de continuo alguien nos lo propone a gritos; pero ¿cuándo se ha
               conseguido encarnar ese ensueño?
                     Acaso permitirlo no está en los designios del  Altísimo; puede que para todos sea
               mejor. Nuestro destino, apenas y por poco tiempo rebatido, es ser reyes de taifas.
                     Los demasiado poderosos no suelen ser muy hábiles; pero, aun aceptando que los
               turcos vinculasen a todos los musulmanes de modo continuado y convencido, ¿habría de
               alegrarme yo de que Granada volviese a ser islámica? Aunque se me restituyese el trono de
               la Alhambra, ¿qué tendría que ver yo con los turcos? Nuestra religión interviene, es cierto,
               en cada hora de la vida; pero ¿tanto como para que coincidan nuestras maneras de gozarla,
               de amar, de entristecernos, de contemplar el mar, de embriagarnos con la libertad o de
               movernos con la música?  Abismos nos  separan de los cristianos, pero quizá haya entre
               muchos de ellos y nosotros menos distancia que entre nosotros y los turcos. Granada no
               será nunca  más  Granada: nosotros, que la hicimos, lo sabemos muy bien. ¿Y puedo yo
               regocijarme de que los otomanos pisen la Vega y la Sierra Solera? En el nombre de Dios,
               como musulmán, sí; pero como andaluz, jamás. Y, en el fondo, más que otra cosa alguna en
               este mundo —y en el otro, si lo hay—, ¿qué soy, sino andaluz?


                     El amor  —¿por qué no llamarlo valientemente así?— de  Amín y  de  Amina ha
               levantado un tibio clima en torno  mío.  Pronto voy ha cumplir sesenta años.  Me he ido
               quedando solo. Ellos se ocupan de allanar los obstáculos y las contrariedades que siempre
               existen alrededor de un extranjero viejo y solitario. Son, y lo digo con un conocimiento muy
               profundo, un ser único con dos cuerpos de sexos diferentes. Me mantienen vivo con sus
               risas, con su deseo auténtico de festejarme y agradarme, y, enamorados como están uno de
               otro, jamás persiguen fuera de esta casa lo que encuentran sobradamente en ella.
                     Nadie comprendería ni justificaría nuestras relaciones: ni las de ellos conmigo, ni las
               que gozan entre sí. Yo no aspiro a una comprensión tal: los hombres pocas veces entienden
               aquello que no sienten, pero, por el contrario, justifican lo que sienten sin el menor
               escrúpulo.  Quizá ése  sea mi caso; no lo sé; no voy a  preguntármelo.  Acepto el último
               obsequio  de la vida como se acepta un postre jugoso y agradable; en él, contra lo que
               cualquiera podría imaginar, no hay ni la menor sombra de complicación.
                     Ignoro cuándo comenzaron ellos a ser amantes, y voy a continuar ignorándolo;
               también ignoro cuándo resolvieron, si es que hubo una resolución, ofrecerme su amor  y
               requerir el mío. Todo ha sido el resultado de muchas noches apacibles en que hemos leído
               juntos, bebido juntos,  aprendido juntos, compartido canciones y conversación.  Son dos
               criaturas gentiles y dadivosas de sí mismas. Sé que habrá quien juzgue que, si me aman, es
               por mi fortuna. Se equivocan: mi fortuna, en su mayor parte, está ya en manos de mis hijos,
               y, aunque no me amaran, el resto habría de ser para estos jóvenes que iluminan mis noches
               y recrean mis días.
                     Ellos me dan más de lo que reciben. En ellos he encontrado una compensación y una
               tarea; alguien en quien depositar lo poco que aprendí, lo poco que obtuve de la vida, y la
               escasa capacidad de cariño, curiosidad y sorpresa que aún retengo. Eso no quiere decir que
               me aferre, por medio de sus manos, a la supervivencia. No me engaño.
                     He alcanzado algo que jamás supe lo que significaba: la serenidad, con todo cuanto
               acarrea de indiferencia y de resignación. Y sé que un postre, por gustoso que sea, lo único
               que puede hacer —no otro es su oficio— es concluir con dulzura una comida, y sugerir a los
               comensales que ha llegado la hora de levantar la mesa.  Esa hora  no la esquivo, ni la
               apresuraré. Ya me han cansado las iniciativas.





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