Page 315 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí


                     El hijo mayor de  El  Maleh —hace tres años que murió  su padreha almorzado hoy
               conmigo. Estimulado por mí, goza de un puesto relevante en la corte, y está al tanto de lo
               que acaece fuera de esta ciudad. Me ha contado la historia de Aben Comisa, desde que
               huyó de la alcazaba de Andarax.
                     Había comprendido que para medrar era preciso convertirse; los reyes fueron sus
               padrinos de bautismo. Adoptó el nombre de don Juan de Granada, y advertido de que, por
               la influencia del obispo Cisneros, la orden franciscana le proporcionaría un porvenir brillante,
               tomó sus hábitos.  No  se resignó,  sin embargo, a vegetar en un convento que aplazaba
               indefinidamente su ambición. Huyó de él, no sin llevarse el dinero de los frailes, que no era
               poco y, de nuevo musulmán fervoroso, se estableció en Argel. Allí se propuso llegar a valido
               del emir y, con halagos e insidias, lo consiguió.
                     Con la misma inteligencia para el mal con que engatusó a mi madre, lo engatusó a él,
               y logró que le encomendase la defensa del reino.
                     Entró entonces en negociaciones con el conde  Pedro Navarro y, por dinero, vendió
               aquella plaza como vendió mi señorío. Cuando la escuadra española se presentó en Bujía,
               se desencadenaron, contra lo prometido por Aben Comisa, luchas inesperadas y terribles.
                     Sus antiquísimas y elevadas murallas albergaban un pueblo más numeroso que el de
               Orán  y  más rico, pero menos guerrero y  muy  dado a placeres.  Una vez que, durante el
               Ramadán, se rindió la ciudad, el pueblo entero fue pasado por las armas. Y cuando Navarro
               tomaba posesión del palacio, tropezó con un cuerpo apuñalado en el salón del trono: era el
               de Aben Comisa, muerto a manos del propio sultán, que había descubierto su traición.
                     Supongo que, si existe otra vida y se castiga en ella la maldad, no habrá suficientes
               castigos para el mayor traidor. Pero, aunque así sea, Aben Comisa ya reposa; hay hombres
               a quienes sólo la muerte, a duras penas, es capaz de frenar.
                     El rey de Bujía, unos meses más tarde, trató de recobrarla.
                     Los castellanos destruyeron sus tropas; él ha pedido refugiarse aquí, donde nos
               encontramos todos los destruidos.
                     Tanto que, si la indolencia no me desanima, pienso visitar en Agmat las tumbas del
               último sultán zirí de Granada y del último rey de Sevilla, desterrados allí, en el lejano Sur,
               cerca de Marraquech.
                     Precisamente a ese Almutamid, que se impacientaba ante la tardanza de la muerte, le
               he escrito una elegía, que bien podría aplicárseme.

                     “La noche anida silenciosa en el pecho de la mañana.
                     Cuando caiga, equiparará al camellero de África y al porquerizo de Castilla con el que
               más brilló en el alto cielo.

                     Añicos de tu corazón yacen en Córdoba y en Ronda; con Itimad se enterró el último.
                     Para tus herederos no  hay herencia: ni trino,  ni arrayán, ni limpia sombra, ni agua
               alegre.
                     Los cuervos te parecen, desde abajo, las aves de la misericordia.

                     La embriaguez de tu vida —caricia, espada y verso— se concluye en esta resaca.
                     Amar fue poseer: tu desafío no pueden mantenerlo manos cargadas de cadenas.

                     Pregunta a Silves, donde empezó el gozo, si te recuerda.
                     Aún las mismas palmeras se yerguen junto al mismo alcázar, la misma luna, el mismo
               río que reflejó la faz de Rumaiquiya.
                     Todo igual y sin ti, y tú igual y sin todo.
                     Entre la alberca y los jardines, cuántos palacios para nada.
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