Page 310 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               canturrea su demanda —’Dadle algo a  Dios’—, avanza con incalculable morosidad, y se
               lleva sin cesar la mano a la cara como si se lavase.
                     Un hombre tan viejo como el mundo se aleja con dos grandes peces en la mano. Dos
               carpinteros aserran riendo las  maderas de un ataúd, cerca de un almimbar ya casi
               concluido.  Paso por la concurrida entrada  de unos baños.  Paso por una tienda de
               alcandoras rayadas, donde el sastre cose y trenza a la vez los hilos, sujetos —tirantes y
               cuatro en cada mano— por un niño de la estatura de un escabel. Paso junto a una jaula
               donde se arrullan amorosamente dos tórtolas desplumadas y sucias. Paso bajo pozos de
               luz, que se respetan como ninguna otra cosa, ante una esquina, delante de una puerta, en
               medio de un pasaje techado y oscurísimo. (¿Qué indica aquí lo que es una calle y lo que no,
               lo que es un zaguán o una travesía?  Se ha conseguido  una alta perfección: simular, en
               pleno día, la noche.) Paso ante montones de aceitunas sobre los redores de esparto de las
               almazaras: negras, moradas, verdes, como piedras preciosas;  mientras las admiro
               extasiado, un burro que cruza defeca sobre ellas. Paso ante un babuchero, que sujeta su
               labor sobre la rodilla por medio de una correa pisada, y  mueve la cabeza al son de una
               melopeya que no entona.  Paso ante un metalista, que  elige entre treinta o  cuarenta
               broqueles diferentes como el que escribe elige una palabra. Paso ante la opulencia de las
               verduras: desde el cilantro, cuyo sabor a vacío abre sitio a los otros, al apio, al perejil, a las
               rotundas frutas y hortalizas; entre ellas, los pescados verdes del río y los quesos de cabra
               apresados en diademas de pleita. Paso ante un carro de cabezas cortadas: terneras, ovejas,
               cabras, bajo la luz del sol que, hecha añicos, salpica de dibujos de oro la cochambre. Paso
               junto a los camellos de una caravana, de andar torpe y enredado, que me recuerdan a un
               hombre que conozco, día tras día afligido sin solución posible, un hombre que desea morir.
               (Jamás he asimilado el misterio del porte altivo de los camellos.  Cargados, doblegados,
               hambrientos y sedientos, mantienen —a pesar de su extraña fealdad— la pausa y el
               compás de su zancada, y el cuello erguido.
                     Al verlos, me hiere siempre un sentimiento de fraternidad; un rey no ha de ser como
               un caballo purasangre, sino como un camello: eso lo he aprendido cuando no me era útil.) Al
               querer salir de la medina, me extravío, y ya orientado, me vuelvo a extraviar. Sólo hay una
               cosa patente en este laberinto: su fin es descarriar a quien no le pertenece.

                     La ciudad de los vivos, en Fez, se levanta en un hoyo entre cementerios. Señalando
               las colinas llenas de tumbas, los fasíes sonríen y afirman que ellos prefieren el más allá. ‘Es
               más bello —dicen—. Los fundadores de la ciudad lo demostraron dejando para los muertos
               lo mejor.’ Frente a la Puerta de la Ley —o del Hombre Quemado, que alude a mi paisano
               Ibn al Jatib, cuyo cadáver fue expuesto en ella—, junto a la que paso para ir a la medina,
               hay unas lomas suaves llenas de enterramientos entre olivos. Cuando los veo desde mis
               ventanas, como escarbabueyes posados, pienso que no sería un mal sitio para descansar,
               si es que la muerte mata.
                     Antes de descender a  la ciudad,  la contemplo desde el  mirador de mi alcoba.  Las
               azoteas la cubren.
                     Ellas ofrecen, para el amor y otros encuentros, un camino más hacedero que los de la
               medina.
                     Abajo y frente a mí veo, como desde la Alhambra, un Albayzín; con menos huertos y
               menor blancura, pero escucho sus aguas. Al fondo, no tan alta como la mía —¿es mía aún
               Sierra Solera?—, hay otra sierra igualmente nevada; pero no a mis espaldas, sino delante,
               como si mi transida cabeza hubiera enloquecido, o el horizonte de Granada se hubiese dado
               media vuelta. Según las estaciones —ahora es otoño—, bajo un cielo de un monótono azul,
               vela una bruma las colinas que circundan el hormiguero.
                     Las alquerías desparramadas surgen apenas de ella; provoca el sol algún relumbro en
               las techumbres de las  mezquitas; un humo calmo se iza y espesa la neblina; motea las
               laderas el blanco de las tumbas. Por fortuna, aquí la temperatura del invierno es mucho más
               cálida que la de Granada. Mi edad no soportaría sus noches de enero: es la única añoranza
               que no siento.


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