Page 307 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     La muerte le sorprendió en tierra extraña, lejos del Reino de sus abuelos, los grandes
               sultanes nazaríes, sostenedores de la religión del Elegido.
                     ‘Dios lo llevó a las regiones de la  felicidad, y  lo vistió de su gracia,  entre las dos
               oraciones de la tarde del miércoles de la luna nueva de Xabán del año de 899.
                     Tenía aproximadamente cuarenta años.’
                     Cuando hubieron colocado la losa, la leí despacio. Sentí no saber su edad con mayor
               precisión.
                     El lapidario, en la caligrafía, había cometido algún error; me pareció excusable: Dios
               también los comete. ‘Las historias de quienes tuvieron relación conmigo rezuman la
               desgracia, o se tuercen’, pensé.
                     Para evitar el agradecimiento de su familia, sin despedirme de ella, monté a caballo y
               volví a Fez.


                     ¿De qué puedo ya hablar sino de entierros? Ayer enterré a mi madre. Deseé que los
               últimos rezos los vertieran los alfaquíes sobre su cuerpo en la mezquita de los Andaluces.
               Fue difícil atravesar la medina con el ataúd. Yo había decidido derrochar un poco del dinero
               que me queda para complacer la que habría sido su voluntad, y para que supieran los fasíes
               que se enterraba una persona regia.  La comitiva fue muy cara, y muy enrevesado el
               trayecto hasta la mezquita desde donde yo vivo; pero imagino que mi madre estaría
               satisfecha, perturbando a sus semejantes hasta después de muerta. Al ver abrirse paso al
               cortejo entre la turbamulta de compradores, vendedores, paseantes, niños, asnos y
               camellos, muchos decían: ‘Es una tía del sultán’. Sólo los andaluces, cuando me divisaban
               enlutado, comprendían que era alguien de mi casa; pero nadie pensó que era mi madre:
               probablemente suponían que había muerto hace mucho.
                     A todo conocido que me encontraba, me preguntase o no, le conté cuáles fueron sus
               últimas palabras:
                     ’Cuando regreses a reinar a la Alhambra, entiérrame en la rauda con los sultanes’. A
               ella le habría gustado haberlas dicho; ponerlas en su boca es lo menos que un hijo podía
               hacer.  Al fin y al cabo, su vida consistió en  imponerse  y en dejar  claro que estaba por
               encima de todos. Desde que salimos de Granada, muy pocas veces se había dirigido a mí.
               Ni siquiera cuando murió Moraima; entonces sólo dijo, sin mirarme:
                     —Creí que, por lo menos, sabría tener hijos. —Después volvió a la labor de aguja en
               que trabajaba, y añadió—: Ella remató su bordado antes de lo previsto; mejor, así no tendrá
               que soportar más degradaciones.
                     Anteayer mostró síntomas graves; se ahogaba. Una de sus mujeres me avisó. Cuando
               entré en su alcoba, agonizaba ya. Los ojos se le salían de las órbitas. Respiraba con un
               jadeo parecido al de una carreta atollada en el barro.
                     Entre los dientes le brotaba un chirrido que  me angustiaba más a mí que a  ella.
               Empecé a toser, como si fuese yo quien tuviese una flema, o como si mi carraspeo pudiese
               servirle de ejemplo para librarse del nudo que la estrangulaba.
                     —¿Me oyes? —le pregunté.
                     Me contestó que sí con la cabeza.
                     Quise pedirle perdón  por tantas  decepciones como a lo largo de mi vida le he
               proporcionado. Me excusé, eligiendo los términos, por haber defraudado su esperanza, por
               haber cedido a los acontecimientos desde mi niñez sin enfrentarme con coraje a ellos. Quizá
               fue una exposición demasiado extensa. Mi madre, engarfiados los dedos de la mano con
               que me asía el brazo, me lo apretó y dijo con agrio tartajeo:
                     —Déjate de historias. Llama al médico.
                     Convencido de que  era inútil ya, y resuelto a que me perdonara, continué
               exponiéndole mis puntos de vista, mis exculpaciones,  la  vacilante seguridad de  que no
               habría podido actuar de otro modo.


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