Page 311 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Para llegar al tumultuoso río de los curtidores y de los tintoreros que parte la ciudad,
               es preciso atravesar un universo: calles bordeadas de humeantes calderos y madejas de
               colores chillones; el buen olor a maderas quemadas; los suelos, de piedra abrillantada por
               los ácidos,  que se adentran hacia los hornos interiores...  Un día bajé al  infierno de las
               curtidurías  por una cuesta resbaladiza y repugnante tapizada de pelos, lanas, boñigas,
               regatos pestilentes. Mis ojos, educados a huir de la fealdad, se refugiaron en una maceta de
               lirios rosas y albahaca: allí estaba, sobre un alféizar, incontaminada y portentosa; en un sitio
               tan inmundo, ¿qué es lo que hacía? (Quizá debería de preguntarme mejor por qué llamo
               inmundo a ese sitio y portentosa a esa maceta.)  Al final de la cuesta, las pilas de
               mordientes, hechos con excrementos de paloma, y los muros que cierran esta mina fogosa,
               tachonados de pieles puestas a secar; en el verano, para que no las perjudique el sol, sólo
               de noche las extienden. Los curtidores y sus aprendices trabajan silenciosos y rítmicos. En
               medio de ese cráter hostil,  sobre el filo de los pilones,  semidesnudos, con las piernas
               teñidas, adoptan armoniosas y elegantes posturas, semienvueltos en vapores que brotan
               como un vaho de una garganta viva. Acuclillados, con cortantes y feroces utensilios, limpian
               de pelos y desigualdades el revés de las pieles.
                     (‘Los animales jóvenes —me dicensuministran mejores cueros’: es desalentador que
               hasta en la muerte sean los jóvenes los que alcanzan más éxito; a los viejos, ni la muerte los
               aplaude.) En esas tenerías, dentro de un tétrico zaquizamí, he conocido a un hombre que
               lleva trabajando en ellas setenta  años; señalando a un invisible rincón, en el que se
               adivinaba un redujo inmóvil, me dijo: ‘Ése  es mi padre’.  Un muchacho, con un bichero,
               recoge pieles que llevan uno o dos meses en la cal. Más allá, otro hace los movimientos de
               quien pisa en un lagar la uva, como si frotase las pieles contra el suelo, o buscase con los
               pies una transconejada en el fondo de una pileta. Las norias verticales marean el sonoro
               caudal del río.
                     Desde los altos secaderos se otean los terrados de la orilla de enfrente: es el barrio de
               los Andaluces; hacia él se van mis ojos...

                     El rostro de la medina se muda con las horas.  Al mediodía, en el  Zoco  Grande,
               apenas se distingue una palmera contra el color arena del conjunto; apenas, las tejas verdes
               de una madraza, o la azulejería de un alminar; a la ropa tendida no la menea el aire. A las
               tres de la tarde, todo es un ruido vertiginoso y sin matices; de pronto, un griterío: el Zoco
               Grande reza. Si me descuido, súbitamente me encuentro solo...
                     ¿Dónde se han ido las demás hormigas? Lo mismo que en la vida de un hombre, hay
               aquí horas en que se rompen todos los juguetes y sólo queda ensimismarse. Con poderosos
               pies, se acerca la profunda noche de la medina; ni una luz hay ya en ella, un crujido no más,
               un resbalar incógnito, y las calles cuajadas de olores naturales...


                     ¿Cómo conocí a Amín y a Amina?
                     A un paso de la mezquita de los Andaluces tiene su minúsculo obrador un herrero.
               Uno de los obreros, el de tez más morena, me sonreía siempre que nuestros ojos se
               cruzaban.  Mientras enderezaba los hierros sobre el yunque, o los retorcía para  soldarlos
               luego al lujoso enrejado, no dejaba de mirarme. Cerca de la herrería estaba el taller de un
               tornero.  Pero el tornero no  me  miraba nunca; tanto, que sentía su desatención con más
               intensidad  que si no me quitase la mirada  de encima. ¿Había  visto antes aquella cara
               angulosa  y hermética? ¿Quizá en  el  Zacatín granadino?  Era inútil tratar de recordar; mi
               tarea es ahora olvidar cuanto viví, y cuanto supe y tuve.
                     Aquel tornero, mediante un sencillo e ingenioso mecanismo, trabajaba a la vez con las
               manos y con los pies, enfrascado en una envidiable concentración —que yo notaba hostil—
               hasta después de ponerse el sol. Sus ojos, que parecían dormitar, no se levantaban nunca
               de los maderos de laurel. ¿De qué color serían? No lo pude saber.
                     Una mañana me enteré, sin embargo, por el herrero de que era, en efecto, granadino.
                     Pocos días después apareció cerrada la tienda del tornero.

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