Page 312 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Eché de menos su intrincada labor, que me divertía observar como se observan, entre
               la admiración y el asco, las contorsiones de un cuadrumano.  Y  eché de menos su
               intencionada ausencia de miradas. Una noche soñé con el tornero; tenía los ojos verdes.
                     Pasaron unos días más. El herrero cetrino y sonriente, por fin, me dijo:
                     —El tornero se ha muerto, señor. Aquéllos son sus hijos.
                     En los escalones de la mezquita había sentados dos muchachos idénticos de doce o
               trece años. Pese a una pequeña diferencia de estatura, saltaba a la vista que eran gemelos;
               pero por un error de la Naturaleza, si es que ella los comete, uno de ellos era varón y el otro
               hembra. Quizá el hecho de que su padre trabajara por igual con los pies y con las manos
               tenía algo que ver. Al darlos a luz, había muerto su madre. Esta circunstancia infeliz me los
               aproximaba. No tenían familia: sus padres vinieron de Granada cuando yo salí de ella.
                     Me pareció obligado traerlos a mi casa; aquí están desde entonces.
                     Son, para mí, el resumen de dos mundos: el de esa medina, que se me exhibe y se
               me esconde (un resumen, como ella, inexplicable, turbador y bello), y el de mi mundo de
               ayer, el resumen de los desperdigados y preciosos vestigios que hay de  Granada por la
               tierra.

                     Los dos son agudos y despiertos, de genio  vivaracho  y expresión  penetrante.  Su
               mirada es avizoradora, atenta a todo, saltarina y desconfiada. Su sonrisa asoma con rapidez
               apenas se les mira, como una excusa previsora de una probable acusación.  Su nariz  es
               corta y no muy recta. Sus ojos, verdes como los de su padre en mi sueño, son tan brillantes
               que parecen encendidos en su interior; hasta el punto de que, si los detienen sobre mí, he
               de esforzarme para sostenerlos sin apartar los míos.  Sus cuerpos son melodiosos: es la
               palabra que mejor les cuadra. El muchacho tiene andares gallardos y retadores, y separa un
               poco las piernas, dándoselas de hombre; por eso mismo trata a su hermana al tiempo con
               dureza y benevolencia, como se trata a un niño. El aspecto de ella es obediente y dulce —
               creo, sin embargo, que encubre una firmeza inamovible—, y, ante la menor duda, vuelve los
               espléndidos ojos a su hermano. Es notorio que hay un pacto entre ellos, explícito o no, que
               los vincula y los identifica frente al resto del mundo: un  mundo del  que yo formo parte
               todavía.  A falta de  otra ocupación, he vigilado a los muchachos, los he estudiado con
               detenimiento.
                     Al principio, furtivamente; luego osé hablar con ellos. La diferencia entre nosotros era
               tan grande como un mar: ellos, o estaban muy distantes, o se ocultaban tras las olas. No
               obstante, a riesgo de precipitarme, saqué mis conclusiones: la vida no los ha dejado
               intactos, pero sí ilesos; el dolor los atacó, pero no los ha acribillado o, por lo menos, no dejó
               huellas en su alma. (No creo que se planteen siquiera ese asunto de su alma.) Y reflexiono
               una vez más.
                     Quizá el dolor y el amor sean sólo emanaciones de la individualidad.
                     Sólo el verdadero individuo, es decir, el que tiene cubiertas ciertas necesidades
               inferiores, es capaz de sentirlos.  El pueblo es sólo especie; como especie, es inmortal:
               incapaz de amor por ello, pero a cambio, por ello también, impasible.
                     ¿Tengo derecho a hablar así?
                     ¿He merecido yo lo que poseo? Más aún, ¿soy pasible? Después de tantas pérdidas,
               ¿lo soy? Sólo un peligro de dolor o de muerte que se corre con deliberación —un peligro no
               impuesto— hace pasar al hombre, de una vida latente y sólo física, a una vida
               esencialmente humana.
                     Cuando no se expone la vida, sino que se conserva y perpetúa nada más a través de
               uno como un mero vehículo, no merece tal nombre. Yo lo sé: mucho tiempo he vivido para el
               conflicto, para el desafío, para el prodigio, lastimoso o benéfico, que encendía mis años;
               pero perdí el motivo y la razón del riesgo: me fueron total y absurdamente arrebatados. Y su
               carencia es hoy un reguero de fuego que lo consumió todo, hasta el dolor. (Ahora el dolor,
               anestesiado para seguir viviendo, se ha convertido en un sordo estado de melancolía, en un
               umbrío fondo de desdicha que no me permite ver, ni querer ver, el mundo. Ahora soy como
               un barco vacío a la deriva.) Yo he despreciado a quienes se resignaban a sobrevivir; a los
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