Page 306 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               las capitulaciones. Los han recargado de tributos; los tratan con menosprecio y crueldad, y
               los someten a tiránicas leyes. Se ha prohibido hacer desde las mezquitas el llamamiento a la
               oración, y se les empieza a expulsar de la  ciudad que era suya, y a relegarlos a los
               arrabales y alquerías, en donde se retraen empobrecidos, envilecidos y afrentados.
                     Y si este  primer rey, el más sujeto a su compromiso, no lo guarda, ¿qué nos
               reservarán sus  sucesores?  Nuestra caída no llegó todavía a lo más hondo. ¿Por qué  se
               calla Dios?


                     He estado  en  Tremecén.  Varios viajeros me notificaron  que allí residía mi tío  Abu
               Abdalá. Al principio, corrieron rumores de que estaba en Vélez de la Gomera, y de que, por
               su traición contra mí, lo habían cegado los jueces con una bacía de azófar al rojo, y que se
               alimentaba de la mendicidad.
                     —Anda lleno de harapos —añadían—, y sobre ellos lleva un cartel que dice: ‘Éste es
               el desventurado rey de los andaluces’.
                     Con él conmueve a la gente para obtener limosnas.
                     Sentí que un puño me agarrotaba el corazón, y me propuse ir sin demora en su busca.
               Fue entonces cuando Ibn Nazar me acreditó, con pruebas, que habitaba en Tremecén.
                     Cuando llegué, lo más velozmente que pude, había muerto hacía un mes. Sus hijos,
               no sobrados de dinero, me mostraron su tumba dentro de un cementerio popular. Estaba de
               pie ante ella cuando se me acercó balanceándose una mujer de aire humilde y muy gruesa,
               que me besó la mano.
                     —Soy Jadicha —me dijo, y se deshizo en llanto.
                     ‘No es Jadicha —pensé irritado—. ¿Cómo va a ser Jadicha, afilada y tonante, esta
               ballena?’
                     Los ojos, no obstante —lo que se adivinaba de ellos entre los párpados espesos—, sí
               eran los suyos.
                     No me atreví a besarla. ¿Cómo profanar mi recuerdo de Jadicha besando semejante
               estropicio?

                     Mandé grabar una estela muy rica, igual a la  de los sultanes de la  Alhambra.  Yo
               mismo redacté el texto: ‘En el nombre de Dios clemente y misericordioso. Que Dios bendiga
               al Profeta Mahoma y a sus descendientes. Éste es el sepulcro de un sultán muerto en el
               destierro, extranjero, abandonado en medio de sus mujeres.  Después de haber  hecho la
               guerra contra los infieles, lo hirió con su decreto el destino inflexible; pero  Dios le otorgó
               resignación a medida de su infortunio. Que el Señor derrame siempre sobre su sepulcro el
               rocío del cielo’.
                     Y acto seguido especifiqué:
                     ’Éste es el sepulcro del sultán justo, magnánimo, generoso, defensor de la religión,
               cumplidor, emir de los musulmanes y vicario del Señor de los Mundos, nuestro dueño Abu
               Abdalá, el Vencedor por Dios, “el Valiente”, hijo de nuestro señor el emir de los musulmanes
               Sad, hijo de nuestro  señor el  santo  Abul  Hasán, hijo del emir de  los musulmanes  Abul
               Hachach, hijo del emir de los musulmanes Abu Abdalá, hijo del emir de los musulmanes
               Abul  Hachach, hijo del emir de los musulmanes  Abul  Walid, hijo de  Nazar el  Ansarí, el
               Hazrachí, el Sadí, el Andalusí.
                     ‘Que Dios santifique su sepulcro y le depare en el Paraíso un lugar elevado. Peleó en
               su reino de Andalucía por el triunfo de la fe; se aconsejó sólo de su celo por la gloria divina;
               prodigó su generosa vida sobre los campos de batalla en los acerbos combates en que los
               innumerables ejércitos de los adoradores de la cruz caían sobre un puñado de caballeros
               musulmanes. No cesó, en los tiempos de su poder, de combatir por la gloria de Dios; dio a la
               guerra santa cuanto ella exige, y alentó a sus guerreros cuando vio que flaqueaban.
                     ‘Llegó a Tremecén, donde encontró la benévola acogida y el afecto que merecían sus
               desdichas.
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