Page 302 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Hace quince días traté con él sobre la oportunidad de escribir una carta al jeque El
               Watasi, soberano de Fez. Le rogué que fuese muy sencilla —lo conozco demasiado bien—;
               que expusiera mi vehemente deseo de exiliarme  en su reino, y  que le  solicitara  su
               hospitalidad: nada más que eso.
                     Hoy me ha traído, para revisarlo, un borrador eterno, en verso y prosa rimada, que él
               titula con orgullo “Jardines de flores del que gusta de los perfumes e impetra el acceso de mi
               Señor, el Imán sultán de Fez”. Con la extensión del título quizá habría bastado para toda la
               carta.
                     Moraima y yo hemos disfrutado con la improcedencia de algunos párrafos:
                     ’Antes de que el silencio y la oscuridad sobrevengan, también yo evoco lo que el día
               fue, y lo que fue el ardor del mediodía, y el suave amanecer, en que no se imagina que la
               pisada de la luz se alejará. Pero ya es tarde: un púrpura final, en que naufragan todos los
               colores, ensangrienta la lejanía. Contra el horizonte, los árboles despojados y secos: la luz
               sólo embellece a la belleza. Hay edades en que el anochecer es preferible, porque deja caer
               con piedad su perdón sobre todas las cosas.’
                     Pero también hemos paladeado la exactitud —no sé si su lugar es el adecuado— de
               otros pasajes:
                     ’Se dice que los ángeles no distinguen si andan entre los vivos o los muertos. Puede
               que la vida sea para ellos un simple parpadeo; lo que dura es la muerte. A nosotros nos
               ocurre a menudo lo mismo que a los ángeles: vivir es despedirse, estarse despidiendo. La
               vida es sólo un cambio de sitio o de postura; también, quizá, la muerte sea eso sólo.’

                     A raíz de la carta (que, para no  discutir, he  aceptado íntegra, he firmado y la he
               mandado llevar a Mohamed al Nazar), Moraima y yo hemos discurrido, a nuestro aire, sobre
               el tiempo.
                     ¿Cómo rememorar desde hoy nuestro pasado? Su ambigüedad la hemos convertido
               en certidumbre; lo despojamos de todo cuanto hoy nos parece accesorio y acaso no lo fue;
               lo interpretamos como algo lineal y definido. No es así; no fue así.
                     Desde nuestro punto de vista de  ahora, el pasado es simplemente  lo que nos ha
               hecho como somos; pero ¿era ésa su intención, era su esencia ésa? ¿Tenía siquiera alguna
               intención? Y su esencia, cuando fue presente —o sea, cuando fue—, ¿no era, como la de
               hoy, su transitoriedad? El pasado indeformable y pétreo que hoy vemos no es más que una
               invención; sin embargo, el presente sin él no habría existido... Y es que la historia carece de
               principio y de fin; es como un río: el cauce sí comienza y termina, pero no el agua. Nadie se
               baña en la misma dos veces: ya lo advirtió un griego.
                     —El presente —le decía a Moraima— es el último momento de nuestra historia... por
               ahora.
                     Pero ¿cómo interpretaremos mañana este momento de hoy, tan lleno de
               contingencias y posibilidades? ¿No dependerá esa interpretación de cómo sea el mañana
               en que desembarquemos?
                     —Si no te emperrases tanto en comprender la vida —me ha replicado—, sería para ti
               una sonora fiesta.
                     —¿Quién es capaz de no emperrarse en comprenderla?
                     —Yo —ha contestado sonriente.
                     —Pues yo no. No porque mire, que sí miro, con más reiteración hacia atrás que hacia
               delante (lo hago porque tengo más trecho por detrás, y el trecho resulta que soy yo); no
               porque me sienta viejo (la diferencia entre una edad y otra no se discierne con un número);
               no porque olfatee más próxima la muerte (la muerte está en la vida, y más en la medida en
               que transcurre). Por lo que procuro comprenderla es para sentirme yo.
                     —No mires hacia atrás, Boabdil: mírame a mí.
                     —Si no miro hacia atrás (y además allí estás tú tanto como delante) tropezaré: ésa es
               la paradoja. Y si miro sólo hacia atrás, tropezaré también: ése es el callejón sin salida en


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