Page 297 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Estuvimos así, callados, mucho tiempo. Luego ella dijo:
                     —Tienes que hablar con Ahmad; que sepa que no lo consideras responsable. Será el
               mejor modo de que él no te considere responsable a ti de lo que no lo eres. El destino se
               esconde a  menudo detrás de nosotros, y nos empuja, y nos utiliza como arma suya.  Es
               nuestra obligación hurtarle el cuerpo, ponerlo al descubierto, y dejar que sea él quien cargue
               con la culpa de sus propias catástrofes.


                     He recibido a los vasallos de  Andarax —¿tengo derecho a llamarlos así?—  que
               durante las semanas que estuve enfermo, se interesaron por mí, o solicitaron audiencia.
                     Se me ha ido la mañana procurando resolver con tiento sus pleitos, sus carencias, sus
               disputas. Me he sentido como un niño que imita los gestos de un sultán a la puerta de su
               mezquita, y juega a administrar justicia, y se cansa de pronto de jugar. Abrevié cuanto pude
               la reunión, y salí con suspicacia y cautela al jardín. No lo había visto desde entonces. Está
               en flor.
                     Ignoro cómo los vegetales trabajan en su sigiloso taller  de savias y raíces.  Yo me
               despierto, como el jardín, cada mañana, con la sensación de haber soñado la solución de
               todo y de haber olvidado el sueño al despertar. He percibido hoy la soledad del jardín contra
               la mía; no en torno mío su soledad, no, sino lidiando contra mí. Igual que si nuestra alcoba
               predilecta se hubiera convertido en una sala de tortura, y en ella hubiesen amordazado a
               alguien dentro de mí: alguien que necesita expresar algo con una urgencia ineludible. ¿Por
               qué no lloraré? ¿Por qué he reprimido el llanto desde hace tanto tiempo?
                     Hoy me asalta el temor de haber extraviado no sé el qué no sé cuándo, o de haber
               omitido un quehacer: el más esencial, para lo que nací. Después he hallado muchos, cientos
               de ellos, y he trabajado y fracasado en muchos; pero ya distraído, con la memoria
               apasionadamente vuelta atrás, y el alma suspendida de una alegría ya no recuperable. Hoy
               me encuentro —y me  parece que también el jardín que  Farax y yo  amamos— igual que
               quien escucha en vilo un complejo relato, y deja de atender un sólo instante, y desoye un
               minúsculo fragmento, y a partir de ahí zozobra, y todo es ya un ininteligible laberinto y un
               enmarañado ovillo en el que, cuanto más persigue el hilo, más se enreda. Hoy estoy como
               alguien, sumergido en tinieblas, a quien se hubiese prometido que se hará una instantánea
               luz sobre una recóndita salida, pero sin decirle exactamente cuándo, y, confiado en la
               promesa, acecha, se desoja, aguarda aquel destello, aquella salvadora chispa, sin atreverse
               a reposar ni a moverse, porque ignora cómo  y en qué  momento sobrevendrá la efímera
               ocasión de volver a la claridad.
                     En esta blanca mañana de primavera, ¿es el jardín quien habla en  mi favor? ¿Es
               Farax quien me habla, a través del jardín del que ya participa, o es la vida, que nos incluye a
               todos, vivos y muertos, y cuyos drásticos y maternos mandatos he desobedecido? ¿No
               estaré yo sin saberlo, igual que Farax sin saberlo también, a salvo en el jardín?
                     Balbuceantes y agridulces pasan así mis horas. Estériles en busca del destino, siendo
               así que es al destino a quien le corresponde la labor de buscarme. O quizá mi indecisión
               provenga, como la de este jardín primaveral, de haber perdido lo que era más mío que yo
               mismo.
                     Sin embargo, ¿no es ahora el jardín quien lo posee? Cuando pase la ardiente batalla
               de las rosas, tendremos que firmar una ardiente paz este jardín y yo. Quizá una paz eterna.


                     Aben Comisa volvió de Barcelona. Me esquivaba, pretextaba cansancio, se hacía el
               huidizo; tanto, que sospeché una mala pasada.  El  Maleh daba largas también a mis
               preguntas: algún atisbo había de tener. Superando mi desgana, convoqué irrevocablemente
               a  Aben  Comisa.  Una vez en mi  presencia,  ante mi rigidez, eligió  cortar por lo sano.  Me
               alargó un legajo.
                     Mientras lo leía —aunque no necesité más que echarle una ojeada para saber qué
               era—, él intento amortiguar el golpe ponderándome las ventajas obtenidas, lo benigno de las
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