Page 295 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     ¿Me resguardo contra mi dolor escribiendo, por instinto, esta página? ¿No será un
               desahogo del dolor de mi alma este dolor del cuerpo que aún me tiene postrado?
                     Como el agua que, desbordada de la acequia, inunda el huerto y lo destroza.  No
               puede separarse lo que no es separable —lo que no es ni siquiera distinguible— sin llegar a
               la muerte. Alma y cuerpo son, juntos, una misma cosa. Cualquier puente con el mundo —
               aunque sea el liviano puente levadizo de estos papeles— acaso logre que yo no me confine
               en la miserable conmiseración de mi pena. Quizá el solo hecho de exponerla me acerque a
               los otros; porque, en definitiva, todo dolor es una forma de destierro. Pero no me encuentro
               con fuerzas para implorar ayuda. Ayuda, ¿contra qué? Contra mí mismo, porque este dolor
               no es que sea mío, es que yo soy sólo él: en él consisten hoy todas las entretelas de mi ser.


                     Esta mañana, por primera vez después de aquello, me he mirado a un espejo.
                     —¿Quién eres? —le he preguntado a mi imagen—. ¿O quién soy?
                     ¿Somos tú y yo el mismo? ¿He sido el mismo siempre?
                     Nadie había junto a mí, ni en el espejo ni en la realidad.  Moraima no me habría
               entendido; no entendería a la parte de mí de la que hablo: la que está siendo hoy enjuiciada
               y quizá condenada.
                     —¿De quién son esos ojos que  me observan, bordeado el iris de un turbio arco
               grisáceo? ¿Qué tienen  que ver conmigo las huellas de un cansancio  tan largo? ¿Dónde
               estuve durante tanto tiempo como parece haber pasado? ¿Cómo es posible que tantas
               canas me blanqueen la melena y la barba? ¿Qué camino he seguido para llegar aquí, para
               tropezarme con este  deterioro, que no suscita mi inquietud por sí mismo, sino por su
               subitaneidad? ¿Cómo se puede envejecer de pronto?
                     Cuántas cosas mezcladas en la honda y vidriosa alacena de la memoria. Qué pereza
               ordenarlas.
                     Cuántas muertes alrededor.  Cuántos cadáveres colgados de los hombros como un
               siniestro manto que ha de arrastrarse, tan pesado al andar... ¿Y para qué andar más?
                     —Todo pasa, y también pasas tú —me decía mi imagen avejentada, si es que es la
               mía—. La vida es lo que importa: no tú, ni tus talentos malversados, ni tu vida tampoco.
                     —Irreparable, irreparable —repetía yo.
                     —No puedes dictaminar con estos ojos fríos de hoy —me replicaba la imagen— las
               acciones entusiastas y fogosas de ayer, los despilfarros y las culpabilidades del corazón.
                     ‘El tiempo derrochado será nuestro tesoro’, afirmabas entonces. ¿No ha sucedido así?
               Contéstate a ti mismo.
                     —Yo no soy ése. Soy quien está detrás de ése —me defendía—.
                     Soy el niño que acechaba con ojos deslumbrados al mundo deslumbrante; cuyas cejas
               levantaba la sorpresa, y no agobiaba la desilusión. Soy el adolescente de ojos redondeados
               por la espera, verdeados por la espera, que  miraron con fiereza al  amor y fueron por él
               correspondidos: no amados, no, que es otra cosa, pero correspondidos por el amor. Soy el
               estremecido por la impaciencia, el perpetuo insatisfecho de sí y de los demás, el insaciable.
               El joven que volvía ahítos los ojos a su interior, cuando no resistían ya la saciedad de la
               hermosura, y permitía besar así mejor sus párpados. Pero ese que ahora veo no soy yo.
                     Y mi imagen —o una voz dentro de mí— decía:
                     —Puesto que fuiste el otro, éste,  cuyo nombre la muerte está aprendiendo, ¿quién
               será? ¿No te haces cargo de él?  Ahora que el fin se acerca, ahora que has  recibido
               mensajes y advertencias, ¿lo vas a repudiar? Hay días en que escuchas pasos que no da
               nadie: ¿cuánto tardará en rozarte la muerte todavía? ¿Alarga ya la mano hacia tu hombro?
               ¿Cómo vendrá: lo mismo que un relámpago, o minuciosa y tarda? Sea como sea, no hay
               que hacer muecas delante de un espejo.
                     ¿O es que quien fuiste (el niño, el compungido, el ansioso que fuiste) no imaginó el
               final del fútil incidente que es tu vida?

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