Page 290 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Y menos cada día.


                     Me han venido a ver unos abencerrajes. Adiviné, por su aspecto severo, a qué venían.
               Habían dejado antes a sus mujeres y a sus hijos en las Alpujarras, y les di la bienvenida. Se
               han deshecho de sus haciendas y de sus bienes en Granada. Se disponen a partir allende a
               fin de marzo.  Según  ellos,  la mayoría de la  gente significativa dejará estas tierras, que
               fueron nuestras hasta donde la memoria de nuestro pueblo alcanza.
                     Para el verano, no quedarán en la ciudad más que artesanos y labradores; puede que
               tampoco en la Alpujarra.
                     —Tal como van las cosas, no tardarás en reunirte con nosotros —me dijo el mayor de
               la familia—.
                     En los cristianos todo es fingimiento; nuestra ley no durará en  Granada.  Nos
               despedimos de ti deseándote la paz.
                     Fue a besarme. De uno en uno los besé y los bendije. No hallé palabras de ánimo
               para ellos: tampoco las tenía para mí. Nos hemos dado un adiós terminante. Juntos hemos
               hecho muchas cosas, y soportado juntos más aún. De ahora en adelante no verán ni el cielo
               ni el paisaje que son consustanciales a su vida. Aquí dejan las cenizas de sus afanes y las
               cenizas de sus muertos...
                     Pensé decirles: ‘Cuando durmáis en  África, quizá veáis en sueños a  Granada’.  Me
               contuve recordando mi amarga pesadilla.
                     Granada fue la desposada que se nos mostró, llena de adornos, el día de su boda; el
               día de nuestra boda. Los países remotos a los que ellos se van no le sirven ni siquiera de
               dote a la que amamos.
                     Los vi alejarse anonadados, con ese aire de indecible agotamiento que dobla el cuello
               a los rendidos.


                     Anoche, cuando todos se hubieron retirado, se acomodó Moraima muy cerca de mí.
               Con su boca en mi oreja, me recitó un poema que yo, que creía haberle enseñado cuanto
               sabe, no identificaba.

                     “¿Has olvidado los años en que las noches transcurrían sobre un lecho de pétalos?
                     En él estábamos unidos por un solo cinturón, y componíamos un collar armonioso; en
               él nos abrazábamos como se abrazan en el aire las ramas, y nuestros talles se fundían en
               uno, en tanto las estrellas, en el alto cielo, eran semejantes al oro que tachona el lapislázuli.”

                     Yo, hechizado, respondí con otros versos. Y a continuación, de una boca en otra, se
               confundieron los de muchos poetas. Estuvimos a punto de morirnos de amor. Le dije:

                     “El respeto que siento por ti hace que tenga miedo de tu cuerpo.
                     Y, sin embargo, él es el objeto de mis deseos.
                     Soy como el que se recupera de una borrachera, y se retrae y tiembla ante una nueva
               copa.”

                     Ella escondió su cabeza en mi hombro:

                     “El amor ha hecho de mi cuerpo una sombra: tan ligero se siente y tan poco se
               muestra.



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