Page 289 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Ahora en sus ojos me veía yo.

                     Me había retrasado a propio intento. Escuchaba las llamadas de los monteadores y un
               zureo de palomas ocultas.  Para recrearme en la paz, me recosté  contra el tronco de un
               castaño. Sentí un leve silbido y luego un golpe seco. Una flecha se había clavado a menos
               de un palmo por encima de mi cabeza.
                     Su astil se cimbreaba. La sorpresa me dejó inmóvil un instante.
                     Después empuñé la ballesta que había soltado al recostarme. No oía a nadie; no veía
               a nadie. Las voces se alejaban. Casi en seguida se reanudó el arrullo. No dije nada a Farax;
               pero, a su regreso, di la orden de volver.

                     He mantenido una conversación reservada con El Maleh. El episodio de la flecha no le
               ha impresionado tanto como yo esperaba.
                     —Más pronto o más tarde, tenía que suceder. Dudo mucho que quisieran matarte.
                     —¿Es que eran varios?
                     —No lo sé. No hablo de quien la disparó. —Sus ojos expresaban más que su lengua—
               .  Si lo hubiesen querido, lo habrían hecho: estabas en  sus manos.  Supongo que lo que
               desean es que te sientas amenazado y en peligro.
                     —¿Por qué?
                     —Es fácil: les molestas.
                     —¿Estás hablando de los reyes?
                     —¿De quién, si no? Les quema tu presencia. Eres como una espina en sus pies. Tu
               señorío es  un enclave perturbador dentro de su reino.  Te lo concedieron a trancas y
               barrancas a cambio de Granada; pero, una vez suya, lo quieren todo.
                     —Igual que el rey David deseó a Betsabé.
                     —Sí, y mandó a la primera fila de la batalla a su marido Uría, que no era dueño más
               que de ella.
                     Al que lo tiene casi todo, no lo detiene nada. Ellos pretenden atemorizarte (matarte
               sería provocar demasiado) para que les vendas tus tierras y te vayas a África.
                     Tú eres el testigo incómodo de lo que ya les hiere recordar.
                     —No me iré nunca, El Maleh.
                     Díselo; que lo sepan. Si les he dado mi Reino para estar en paz, no voy a irme ahora a
               un reino ajeno para estar en cuestión. Y menos aún a tierras musulmanas, donde se me
               reprobaría mi conducta.
                     —¿Es que crees que ellos te dejarán en paz?
                     —¿Quiénes son ellos esta vez?
                     —Los mismos, Boabdil. No te hagas el tonto. Ellos, para ti, serán ya siempre ellos.
                     —¿No has sido tú quien me contó lo sucedido en Tremecén con “el Zagal”? Lo han
               juzgado entre ulemas y alfaquíes, y lo han condenado por la disensión que sembró entre los
               creyentes. ¿Sería en mi caso más favorable su sentencia?
                     Comunícale a  Zafra mi respuesta  a su flechazo: no saldré nunca de mi patria.  Soy
               andaluz; nací en Andalucía de un infinito linaje de andaluces, y en Andalucía moriré.
                     Si son “ellos” los que provocan mi muerte, caiga mi sangre sobre ellos y sus hijos.
                     —Tienen anchas espaldas, Boabdil. Han resistido muchas sangres ya.
                     —En todos los sentidos —repliqué—, porque sus sangres son confusas.  Qué ciega
               voluntad de no entender. A África, dicen como si de allí procediésemos. ¿Cuántos africanos
               hay en  Granada?  De los doscientos mil habitantes, no llegan a quinientos; el resto son
               españoles. Españoles, con menos mezcla de sangre que “ellos” todavía: la reina tiene más
               sangre portuguesa que castellana; el rey, más sangre judía y castellana que aragonesa. En
               España, purasangres, no hay más que los caballos.

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