Page 294 - El manuscrito Carmesi
P. 294

Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Pero qué ambigua es esa palabra; tan ambigua como hablar por separado de alma y
               cuerpo. Cuando digo dolor, no me refiero sólo al del espíritu, sino al físico, y uno y otro están
               más imbricados de lo que creemos.  Si en su  instante lográramos diferenciarlos con
               precisión, afirmaríamos que el moral es más participable, más susceptible de compasión o
               condolencia, mientras que el físico nos enajena y nos aísla. Pero ¿se dan el uno sin el otro?
                     He estado enfermo. La enfermedad provoca un alejamiento que nos deja olvidados y
               desnudos. El dolor del cuerpo nos enfrenta sólo con él mismo y con la amenaza de la cual
               nos advierte, ya que tal advertencia es su único sentido.  Si el dolor físico fuese gratuito,
               sería una incomprensible maldad de la Naturaleza.
                     Dicen que cuando el dolor nos emplaza, cualquiera que sea, no hay que escurrirle el
               bulto, sino  sacarle el  máximo partido: abrazarlo, asumirlo, hacerlo  sangre nuestra, no
               pérdida de sangre. Dicen que ningún sufrimiento, si no es asimilado, nos hará ni más nobles
               ni más dignos. El sufrimiento es en sí torpe y feo y humillante como una mala digestión: por
               eso yo me oculto; pero dicen que en la incognoscible retórica de la vida, actúa igual que una
               parresia, que transforma el insulto en elogio. Para ello, sin embargo, sería preciso dominar
               tal retórica. Puede que la vida, como el viejo rey Midas, convierta en oro cuanto toca; pero
               eso sólo sucede si se ha convertido de antemano en provechosa la soledad que produce el
               dolor. Cuánta generosidad se necesita para alcanzar tal cima.
                     Al principio, el dolor atrae un ofrecimiento mayor de compañía, más comprensión, más
               amabilidad. Pero, si se prolonga, desanima y hastía a los acompañantes, inmunizados por
               sus continuas manifestaciones. El dolorido acaba por quedarse con su dolor a solas. ¿Qué
               define el dolor precisamente más que el ensimismamiento del que lo padece? No es algo
               cuya esencia se observe, ni algo que se comunique o se contagie, ni algo que se mida, por
               muy afinados que  sean los aparatos de los físicos.  Para quien no lo siente, es
               incomprensible e inaccesible: por eso yo me callo. Él se apodera de un cuerpo y de un alma,
               y los envuelve, y los transporta a su lóbrego reino. El único testimonio que da de sí es un
               comportamiento externo —llantos, quejas, gemidos, expresiones descompuestas—, un
               lenguaje que comprendemos, pero que, como todos los lenguajes, puede ser falseado por
               quien lo emplea y  malentendido por quien lo percibe.  Porque un lenguaje no es sólo un
               vocabulario, sino mucho más; un lenguaje no se posee hasta que no se es poseído por él. Y
               eso es lo que sucede con el dolor: no se entiende hasta que uno mismo es el doliente, su
               vasallo exclusivo, inhábil para aprender o entender otro idioma, o acatar otras órdenes. Y,
               aun así, ningún dolor es el mismo para todos, ni jamás se repite. El que siento hoy por Farax
               es diferente del que sentí por Jalib, e incluso del que sentí ayer por Farax mismo. El dolor
               (por eso yo me aíslo) es lo más personal que existe. Más que la salud, que es un equilibrio y
               una euforia relativos a un ambiente; más que el amor, que requiere su espejo; más que la
               felicidad, que es difusiva y necesita un campo donde obrar, y nos radica en él y de él nos
               baña.
                     El dolor, hasta como síntoma de una enfermedad o de un estado de ánimo, se
               percibirá de formas diferentes según las épocas y los países y las circunstancias de quienes
               lo provocan y de quienes lo sufren. He oído hablar de esclavos a los que se acostumbra
               azotar antes de darles su condumio, y que, mantenidos en la inanición, al sentir los azotes,
               expresan en su rostro, presintiendo la comida, su voracidad y su agradecimiento. Y es que,
               según los sabios, el deseo de supervivencia  está por encima y por debajo de toda otra
               consideración. Yo, no obstante, conozco a un sufriente que preferiría morir.
                     ¿Existe algún remedio para esta soledad del dolor? Los estoicos romanos afirmaban
               que su percepción depende de cómo lo atendamos; pero ¿es que le quedan al doliente
               resquicios por donde su atención se diluya? ¿Tiene otra distracción u otro punto de mira que
               su propio dolor? Asegura Avicena que oír cánticos gratos lo mitiga, porque empujan al alma
               fuera de sí misma, y  Al  Arabí aconseja combatir el dolor con la meditación sobre temas
               divinos, que arrancan al hombre de su empedernida soledad. Dice Yalal al Din Rumi:

                     “Rumío el dolor por ti como un camello; como un rabioso camello saco espuma.”



                                                          294

                                        Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/
   289   290   291   292   293   294   295   296   297   298   299